Enrique Planas

Hacer que miles de personas rían al mismo tiempo por un mismo chiste es difícil. Componer música con un inodoro, un bidet, una ducha y una terma, es un milagro. “Viejos Hazmerreíres”, su más reciente recital ofrecido en Lima, fue estrenado en el 2014, en Rosario, con Martín O’Connor reemplazando en ocasiones a un ya débil Daniel Rabinovich, fallecido al año siguiente. Marcos Mundstock, el sobrio presentador de voz grave, falleció en el 2020. Carlos Núñez decidió apearse del conjunto cuando la banda cumplió los 50 años, cansado ya de los ajetreos en escena. En 1986, había hecho lo propio Ernesto Acher, el célebre intérprete de don Rodrigo, para dedicarse por entero a la composición.

Y “pese a todo”, el grupo sigue sonando. Desde su aparición a fines de los años 60, la banda nos propuso un juego escénico en el que la tensión dramática se basaba en el error, tanto mediante una supuesta metedura de pata en el escenario (sean partituras que se pierden o letras que se olvidan) como la necesidad de disimularla, haciéndola más notoria. Con ello, ventilaban la impostura de la interpretación artística, la engañifa que abunda entre los creadores elegantes.

La fórmula sigue funcionando, aunque solo dos integrantes sobrevivan al elenco original: Carlos López Puccio, brillante en su violín de lata, sacudiéndose frente al piano o bailando como un Rolling Stone; y Jorge Marona, acariciando la guitarra y cantando suavemente, el único músico afinado en medio del premeditado caos. Los acompañan “los nuevos”, además de O’Connor, Horacio Turano, Tomás Mayer-Wolf y el más reciente integrante, Roberto Antier. Todos ellos, dedicados al propósito de hacer reír con elementos tan nobles como la música y la palabra: parodiando lo sinfónico y el jazz con sus instrumentos informales, recurriendo al retruécano, a la homofonía, al doble sentido, a la paronomasia o la deslenguada perogrullada.

Resulta imposible, mientras reímos, no pensar también en lo mucho que extrañamos a los ídolos ausentes. Es algo que el propio grupo ha aprendido a sobrellevar desde temprano, cuando Gerardo Masana, uno de sus fundadores, falleció en 1973, con solo seis años de formada la banda, cuando aún nadie soñaba con la proyección que alcanzarían en toda Iberoamérica los ganadores del premio Princesa de Asturias. Incluso Roberto Fontanarrosa, el genial escritor rosarino, humorista gráfico y su guionista bajo la sombra, puede contarse entre las bajas del grupo. Hay algo muy noble en la terca decisión de de seguir dándole al violín de lata, al Contrachitarrone da gamba, al Chelo legüero o al Bass-pipe a vara. Aunque “dar la vida en el escenario” suele sonar a frase retórica, esta vuelve a llenarse de sentido cuando hay ídolos que cumplen con ese cometido.

Enrique Planas Redactor de Luces y TV+