(Foto: El Comercio)
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Patricia del Río

Ya sabemos que en el Perú hay violadores, miles de violadores que creen que pueden disponer impunemente del cuerpo y alma de un niño, una adolescente, un joven o una mujer mayor. Van por las calles con el instinto salvaje del depredador, buscando su presa para saltarle encima. Cualquier lugar es bueno, cualquier momento es el apropiado: a las 11 de la mañana, después de que su víctima termina sus vacaciones útiles; a las 3 de la tarde, cuando una muchacha se acerca a censarlos; a la medianoche, cuando su mujer está durmiendo y no escuchará que se mete en el cuarto de la niña. No importa el lugar ni el momento. Ahí están, esperando.

El año pasado se denunciaron 25 mil casos de agresión sexual y en las cárceles hay más de 8 mil encerrados por este delito. Podemos seguir repitiendo como un fatídico mantra las cifras apocalípticas que no dejan de aumentar. Podemos organizar un millón de marchas. Podemos sentarnos a analizar la psique de estos depravados que, por cierto, son criminales, no locos. Podemos echarles la culpa a los padres, que no tuvieron cuidado, o a la policía, que nunca responde a la altura de la gravedad de los hechos, o a la dejadez de nuestro sistema judicial, que se enreda en su burocracia y pierde de vista a la víctima. Podemos gritar todos, con ganas, hasta quedarnos afónicos: “Que maten a esa bestia”. Y, a pesar de tanta furia, de tanta frustración, les aseguro que a las niñas y niños de nuestro país los seguirán violando, los seguirán ultrajando, los seguirán matando.

¿Por qué? No sé, díganme ustedes. Nos levantamos pensando en cómo vamos a cuidar a nuestros hijos y nos acostamos buscando la fórmula para criarlos sin volverlos unos sujetos desconfiados y aterrados. Pero no tenemos un plan, no tenemos un norte para protegerlos. Nos peleamos porque unos consideran que el Perú es un país de violadores y otros no, nos sacamos los ojos porque es más fácil negar que hubo víctimas ultrajadas por los sodálites que cuestionar a la Iglesia, nos insultamos cada vez que alguien menciona la palabra aborto o sugiere educación sexual en los colegios, o pide métodos anticonceptivos de emergencia. Nos negamos siquiera a hablar de las mujeres violadas por los terroristas y miembros de las fuerzas del orden durante la guerra contra Sendero. Barremos debajo de la alfombra todo debate que nos ayude a volver a juntar los pedazos de esta sociedad quebrada y fracturada que somos.

Hace años que venimos acentuando nuestras diferencias, y cuando queremos buscar algo que nos identifique, algo que nos convoque a todos, nos estrellamos con la espantosa realidad de que lo único que tenemos en común es el miedo. Que no nos queda nada más que ese terror helado, que baja lentamente por nuestra espalda, cada vez que imaginamos que el próximo niño perdido puede ser nuestro hijo.