(Ilustración: Mónica González)
(Ilustración: Mónica González)
Mario Ghibellini

Se acaba el año y una vieja costumbre mueve a la prensa a buscar personajes que lo definan. Según el género periodístico que cultiven, diarios, revistas, programas de televisión y hasta espacios radiales se afanan por identificar al deportista, artista o político que de alguna manera haya signado noticiosamente el ciclo de 365 días que está por tocar a su fin.

En esta pequeña columna, habrá notado el lector atento, somos poco dados al elogio. Pero, aunque fuese de una manera inversa (es decir, pensando en el candidato al máximo denuesto antes que en el aspirante a la prescindible loa), hemos querido siempre cumplir con esa tradición del oficio. Año tras año, sin embargo, encontramos dificultades para elegir a una sola persona que haya acumulado los deméritos suficientes como para alzarse de manera indiscutible con la presea. Nunca un único fulano, fulana o fulanx –porque a la hora de detectar necedad, aquí somos inclusivos– emerge como el triunfador inequívoco de tan deleznable contienda. Y el 2018, para ser sinceros, no ha supuesto una excepción.

Más de un personaje de la comedia política que reclama semana a semana nuestra atención, en efecto, ha desbarrado en estos últimos doce meses con destacable talento, por lo que, aun con el mejor de nuestros esfuerzos, solo llegamos a una ‘lista corta’ de cuatro nombres.

Cuál no sería nuestra sorpresa, no obstante, al descubrir de pronto que los cuatro nombres –o apellidos, más bien– compartían una curiosa y providencial característica: todos tenían origen vasco y eso nos permitía agruparlos y tratarlos como un fenómeno integrado.

—Erre que erre—

Con su rudo juego de pelota, su endemoniada lengua sin parangón y su no menos endemoniado habitual grupo sanguíneo (son la etnia con la más alta frecuencia de Rh negativo en la especie humana), los vascos han sido siempre un misterio.

Entre los enigmas que han sembrado a su paso por el planeta, empero, uno de los más acuciantes será eternamente el de los avatares políticos de su progenie peruana. Olvidémonos por un momento de Leguía, Odría o Velasco, y concentrémonos en lo que nos plantea sobre el particular el año que culmina. ¿Ha habido acaso actuaciones más gravitantes para el balance de la vida pública que estamos por hacer que las de , , o ?

En este reducto del escarnio justiciero pensamos que no. Cada uno de ellos ha hecho en su terreno lo necesario para grabarse en el anuario del despropósito público que cualquier compatriota despierto debería estar en capacidad de compilar en estos días. Y todos ellos ostentan un apellido que, erre que erre, proclama su ancestro euskera.

Los desatinos más obvios, desde luego, han corrido por cuenta de los dos primeros. Chávarry, como se recuerda, se inauguró como fiscal de la Nación con una mentira compuesta: no solo negó haber estado en el almuerzo de campaña que le organizaron César Hinostroza y Antonio Camayo con algunos periodistas, sino que afirmó que tomaría represalias legales contra el ahora ex magistrado por “jugar con el nombre de una persona”. Y luego, tras terminar admitiendo ante el peso de la evidencia que sí había atendido “a algunos medios que ofrecían su logística o su profesionalismo” para que él explicase su plan de trabajo, no ha hecho otra cosa que dar muestras de estar en sintonía con la etiqueta de cuello blanco y corbata que ese almuerzo sugería.

Galarreta, por su parte, fue durante el tiempo en que se desempeñó como presidente del (esto es, hasta julio del año que se cierra) el principal impulsor de los gestos y decisiones que le han reportado al Legislativo el vituperio ciudadano recientemente certificado en las urnas. Nos referimos, por ejemplo, a su desencuentro con la prensa a la que llamó “mermelera” y amenazó con una ‘ley mordaza’, que acabó desactivando el Tribunal Constitucional; o a su frustrada autorización para la compra de artefactos eléctricos para ciertos despachos parlamentarios en la antesala del Mundial, que acabó desactivando su sucesor Daniel Salaverry.

En lo que concierne a este último, de otro lado, hoy los distraídos lo saludan como el presunto valiente que se esmera por devolverle la institucionalidad al Legislativo sin dudar en darle la espalda al fujimorismo obstruccionista y prepotente. ¿Pero cómo olvidar que hasta un instante antes de conseguir el voto de sus (¿ex?) compañeros de bancada para acceder a la presidencia del Parlamento, en julio de este año, fue uno de los integrantes más obedientes de la guardia ‘mototaxi’ y declaraba cosas como que Galarreta sería recordado por la historia “por haber llevado adelante un proceso de transición constitucional y democrático impecable” y que los otros hechos que se le cuestionaban –y que él terminó revirtiendo– quedarían “en la anécdota”?

—Cómo es la boina—

Dejamos para el final al presidente Vizcarra, hoy instalado entre las nubes de la aprobación popular y más poderoso que nunca por haberle permitido a la ciudadanía expresarle a la asamblea de yesenias, donayres y mamanis que sesiona habitualmente en la plaza Bolívar el repudio que se ganó a pulso.

Es obvio, sin embargo, que de nada sirve esa acumulación de poder si a continuación no es utilizada para sacar adelante medidas que requieren tanta claridad de objetivos como coraje. Digamos, la reforma laboral necesaria para que más del 70% de los peruanos no siga trabajando en la informalidad; o la liquidación del Agrobanco, que pierde cíclicamente millones y millones de los contribuyentes en aras de un populismo bucólico que llama a sospecha.

Pero si por fin de año usted pensó que podría pedirle cuentas sobre estos asuntos al mandatario, tenemos que desilusionarlo, pues en estos últimos días él ha notificado diáfanamente al país que nada cambiará al respecto.

Dicho todo esto, hay que aclarar que la venerable nación vasca no tiene culpa alguna de las tristes performances políticas de estos remotos retoños que le brotaron en esta hermosa tierra del sol. Pero a lo mejor, decimos, podrían enviar a alguien que los ponga en vereda como saben hacer allá.