Los mensajes presidenciales por 28 de julio son un pariente pobre de la epopeya: recurren a la evocación de los héroes nacionales –ilustres compatriotas cuyo sacrificio no merecería ser asociado a las penosas gestiones de los presidentes que los invocan–, abundan en hipérboles y, en última instancia, consisten siempre en una larga recitación de proezas que a nadie le constan.
No era de esperar, desde luego, que el de este año fuera una excepción. Pero el morro que se ha gastado Vizcarra al omitir minuciosamente toda alusión a la desgracia en la que su calamitosa administración de la emergencia nos ha sumido no puede pasar piola.
Según el premier Cateriano, la explicación de la ausencia de autocrítica en el discurso del presidente es que ningún político se autoflagela. Pero no hay problema; acá estamos para ayudar: podemos hacerlo por él.
—Motricidad y oxígeno—
Como afirmó el mandatario cuando abordó el tema de la cuarentena, “fuimos uno de los primeros países de la región en tomar esta medida”. Pero precisamente por eso le tocaba a él aclararnos cómo así entonces hemos llegado últimos, en lo que a número de víctimas, contagios y caída económica se refiere. El argumento que el jefe de Estado desplegó para no hacerse cargo de lo que se hizo mal en este trance –”si no hubiéramos aprobado oportunamente esta medida, créanme, la cifra de fallecidos sería contada hoy por centenas de miles”– es groseramente tramposo, pues el presunto dilema que plantea es falso.
La cuestión, en efecto, no era ni fue nunca si estábamos todos a favor o en contra de la cuarentena. En realidad, jamás existió duda alguna sobre el hecho de que era imprescindible decretarla… Pero no tenía que venir con todos los ingredientes que el Gobierno le puso; y, más bien, pudo haber incluido algunos otros que se echaron fatalmente de menos. Es decir, ni todo lo que dispuso el Gobierno hacía falta, ni todo lo que hacía falta fue oportunamente dispuesto por él.
De lo primero, encontramos abundantes pruebas en la forma como se trancó la economía con bloqueos y prohibiciones innecesarias; y de lo segundo, da testimonio la cantidad de contagios que se produjo en los mercados y en los paraderos y medios de transporte urbano, justamente durante la etapa más rigurosa de la cuarentena. ¿Cuánto tiempo pasó antes de que el Gobierno reaccionara ante las aglomeraciones que ocurrían en esos dos contextos? ¿Dos meses? ¿Más? Y, vamos, las críticas en ese sentido aparecían cotidianamente en la prensa.
Por otro lado, ¿cómo pudo ignorarse, por casi dos meses también (del 22 de mayo al 13 de julio), una donación de oxígeno tan importante como la que había ofrecido Southern mientras había gente en el sur que moría precisamente por la falta de él? ¿Quiénes son los titulares de semejante indolencia? Los ministros a los que el asunto se les chorreaba de las manos por una sutil combinación de prejuicios ideológicos con déficit relativos a la motricidad fina, por supuesto. Pero también el gran artífice de la supuesta estrategia con la que enfrentábamos en ese momento la pandemia y que comparecía un día sí y el otro también ante nosotros para dar cuenta de su conducción serena del timón en medio de la tormenta y amenazar a los enemigos del sector privado (las AFP, las clínicas, etc.) con bravuconadas astrosas.
A estos despropósitos, bastante clamorosos, puede añadirse otros que tienen que ver con la demora en prohibir el ingreso al país de personas que venían de lugares que ya estaban en problemas o con el alegre conteo de contagios con pruebas de distinta índole y calidad (para no mencionar el chiste macabro de la “meseta irregular” que figurará para siempre en la historia del manejo efectista de esta tragedia que Vizcarra quiso llevar adelante). Pero en la retórica presidencial, todas las carencias que sufrimos en estos meses fatídicos eran producto de la herencia histórica y todas las desgracias que no ocurrieron, mérito de la actual gestión.
—Piezas prescindibles—
El tenor autocomplaciente de las palabras del mandatario era tan descabellado que cuando, por un momento, las cámaras dejaban de enfocarlo para mostrar el resto del hemiciclo, se veía que los únicos que lo aplaudían eran los ministros. Es decir, hasta una representación nacional tan poco dotada para las operaciones numéricas rápidas como la actual se daba cuenta de que las cifras que le estaban despachando respondían a un ejercicio de fantasía o maquillaje.
El mensaje, pues, no podía estar dirigido a una persona que estuviese en capacidad de contrastar el mundo de ilusión que pintaba con la cruda circunstancia que vivimos. Parecía, más bien, uno de esos mensajes que se insertan enrollados en una botella y se lanzan al mar para que, en algún punto remoto en el espacio y el tiempo, alguien lo suficientemente desinformado lo lea un día y crea que describe un universo real.
Los discursos presidenciales por 28 de julio son, como decíamos al principio, mala épica y, en general, piezas prescindibles. Pero nunca se habían parecido tanto al de un náufrago como el de este año.