(Ilustración: Mónica González)
(Ilustración: Mónica González)
Mario Ghibellini

En principio, la idea de un congresista encajándole un cabezazo a otro produce cierta desazón. Máxime, si ambos son de la misma bancada (y en consecuencia, se los tendría que presumir más bien marchando del brazo hacia el futuro que quieren construir) y, para colmo de males, la embestida se registra en los solemnes ambientes del Palacio Legislativo.

La reflexión viene a cuento, por supuesto, por el episodio protagonizado esta semana por los parlamentarios fujimoristas Israel Lazo y Federico Pariona en los pasillos del Congreso. Como se sabe, el miércoles pasado, efectivamente, el primero de ellos estimó conveniente dispensarle al segundo un señor molondrón en pleno rostro, a raíz de una aparente diferencia de opiniones sobre quién debió sostener el micro durante una actividad pública en la que los dos participaron recientemente en su región, Junín.

Lo que de primera intención aparece como un proceder censurable, sin embargo, nos mueve a extraer algunas conclusiones edificantes que queremos compartir con los lectores.

—Nada de karaokes—

Para empezar, es claro que la bancada de Fuerza Popular debería descartar la inclusión de eventuales sesiones de karaoke en el programa de los retiros que suele celebrar fuera de Lima. No vaya a ser que, con la natural disputa por el micro que se desata en esas oportunidades, lo que originalmente estuvo pensado como una dinámica de camaradería derive después de dos rondas de algarrobina en una trifulca cantinera.

En segundo lugar, ya que los ocasionales brotes de hostilidad parecen estar inexorablemente ligados al trajín legislativo (recordemos que la violencia física ha asomado en parlamentos de países tan disímiles como Japón, Ucrania o Nigeria), hay que saludar que por lo menos el congresista Lazo haya echado mano –o cabeza, para ser más exactos– de una forma muy peruana de, digamos, resolver conflictos. A diferencia del escasamente viril sopapo y el histérico jalón de mechas cultivados en otras latitudes, el cabezazo, en efecto, rezuma testosterona y hunde sus raíces en nuestra tradición.

Los lectores maduros recordarán de seguro a ‘Roncayulo’, el criollo habitante de un callejón de un solo caño que Antonio Salim encarnaba en algún programa cómico de los setenta. Acompañado siempre de su equívoca comadre ‘doña Epidemia’, ese personaje representaba la quinta esencia del peruano empobrecido que se ganaba la vida como podía en la ciudad y amenazaba a cualquiera que quisiera impedírselo con “meterle la casposa”: una ingeniosa figura retórica para aludir precisamente al tipo de acometida frontal que Lazo ha practicado en estos días con su colega Pariona. El callejón, por lo demás, cambiaba constantemente de nombre –“de la última lona”, “de los nudistas” o “de la puñalada”–, pero presagiaba siempre el actual Hall de los Pasos Perdidos.

Vamos, ¿quién no ha visto alguna vez en los atolladeros del tráfico de Lima a dos connacionales dirimir la preferencia de una vía metiéndose recíprocamente la ‘casposa’? Exageran quizás, entonces, los que sostienen que la lucha ritual entre Huáscar y Atahualpa debió empezar con un cabezazo con mascaipacha, pero es innegable que el gesto en cuestión tiene algo de peruanidad telúrica y magnética que ahora el congresista de Fuerza Popular, de un solo cocacho, ha revitalizado.

En esa medida, si bien es cierto que, como ha aseverado la parlamentaria Milagros Salazar, “esto no se puede quedar así” –de hecho, en lo que concierne a Pariona, probablemente se hinche–, no exageremos tampoco nosotros y seamos patrióticamente benévolos a la hora de demandar una sanción para Lazo. Total, ya le pidió disculpas a su compañero de bancada y mucho, mucho daño no puede haber causado.