(Ilustración: Mónica González).
(Ilustración: Mónica González).
Mario Ghibellini

El presidente del Consejo de Ministros, , ha pasado esta semana por un trance amargo que sus amigos lamentamos. Tras su presentación en el para pedir el voto de confianza para el Gabinete que encabeza, obtuvo el más magro de los respaldos que equipo ministerial alguno haya obtenido en los últimos 18 años para poder iniciar oficialmente sus funciones: apenas 46 de los legisladores presentes estuvieron dispuestos a concederle el voto requerido.

Entretanto, otros 27 se lo negaron y 21 se abstuvieron, lo que añadió escarnio al escarnio porque la suma de esas dos cifras arroja 48. Y 48 es más que 46.

Lo ocurrido, sin embargo, no ha sido consecuencia de la inquina fujimorista, la perfidia aprista o la consigna izquierdista. Aun cuando es posible que todo eso haya existido en el ánimo de los parlamentarios que le retacearon o le negaron abiertamente el respaldo, la verdad es que el premier se compró todos los tickets para ganarse esa rifa con el discurso que pronunció ante ellos. Una perorata, hay que recordarlo, que llegó precedida por las declaraciones que él mismo dio a la prensa cuando recién asumió el cargo y según las cuales su designación no obedecía a una crisis, sino a que había llegado “el momento de que tengamos más ambiciones como peruanos”.

Lo que cabía esperar, pues, era el anuncio de las transformaciones y reformas que expresaran esa nueva ambición y no la tenue recitación de lo que ya había sido prometido o estaba en marcha cuando se ajustó el fajín. De hecho, en la parte inicial de su alocución, pronunció la inflamada frase: “Podemos cambiar la historia”. Pero seguir haciendo lo mismo, que en buena cuenta es lo que le ha ofrecido al país, nunca ha servido para alcanzar tan encumbrado fin.

—“Fortaleceremos” y “optimizaremos”—

Hacer mofa de un discurso como el que comentamos, inevitablemente tocado por una cierta solemnidad y dominado por los inciertos verbos en futuro, siempre es fácil. Pero en este caso, un poco más.
La habitual profusión de “presentaremos”, “fortaleceremos” y “optimizaremos” estuvo enmarcada en esta oportunidad en un machacón homenaje a los lugares comunes de la corrección política (particularmente, a la paridad de género en el ámbito gramatical) que le abrió a Del Solar un flanco difícil de errar. ¡Cómo habrá sido de insensata la beatería que desplegó en ese sentido para que el congresista Marco Miyashiro haya podido trolearlo al respecto!

El problema central, sin embargo, es el que mencionábamos líneas arriba. A saber, que la mayor parte de lo presentado como plan de trabajo de este nuevo Gabinete fue evidentemente un zurcido de los informes que le hicieron llegar para la ocasión los distintos ministerios sobre los avances y proyecciones de lo que de cualquier forma tenían programado para este año y los próximos. Y no está mal que se sigan, por ejemplo, “mejorando las condiciones de operatividad y accesos al aeropuerto Jorge Chávez” o que se aspire a “culminar el programa de formación en servicio para 23.233 docentes y directivos de educación básica del nivel secundario en noviembre del 2019”. Eso lo tienen que hacer de todas maneras. ¡Ojalá que lo cumplan! Pero que no pretendan contarnos que es con ese tipo de medidas que se va a torcer el curso de la historia.

Tan preocupante como la menudencia de algunas de las acciones que el primer ministro decidió incorporar en su mensaje, no obstante, fue la dimensión de los silencios que optó por guardar acerca de los asuntos que realmente harían una diferencia en el ritmo del crecimiento económico del país (y, en esa medida, servirían para reducir pobreza, construir infraestructura y financiar las reformas política, de justicia, de educación, de salud y todas las que consideren necesarias; es decir, cambiar la historia).

En una reciente columna sobre la llegada del amigo Del Solar al premierato, nos preguntamos si él estaba dispuesto a comprarse el pleito de los proyectos mineros bloqueados y el de la flexibilización de la legislación laboral, que, a nuestro juicio, son precisamente los asuntos que harían la diferencia a la que nos referíamos.

Pues bien, con la minuciosa omisión del problema de en el discurso y el reiterativo remedio que ha prometido para reducir la informalidad en el trabajo (“reforzaremos el proceso de fortalecimiento de inspección con presencia nacional, contando con más inspectores”), se diría que ha respondido.

—Salvo, Salvador…—

No queremos sonar exagerados. La gestión del actual presidente del Consejo de Ministros no se anuncia peor que la de sus predecesores… pero tampoco mejor. Y, por sus capacidades y formación, eso es lo que pensábamos que estaba destinada a ser.

A juzgar por lo que dijo y dejó de decir en el Congreso, nada nuevo ocurrirá en el país bajo su administración del Gabinete. Todo será avances y retrocesos caracterizados por el zangoloteo habitual del cruce entre burocracia y política, y pautados por lo que indiquen las encuestas que el presidente no mira para gobernar.

Un día, sin embargo, llegará el 28 de julio o alguna otra fecha que todavía no se distingue en el calendario y el poco oxígeno con el que ha empezado esta aventura se habrá consumido tanto que le tocará marcharse, con la frente en alto pero la historia intacta.

Salvo, Salvador, que te lo pienses de nuevo y de veras decidas cambiarla. Que les devuelvas los fragmentos de ese discurso inane a los ministerios que te los proporcionaron en origen para que cumplan con hacer lo que de todas maneras les correspondía, y tú en cambio acometas lo que realmente hace falta. Porque, de otra manera, el sacrificio personal que sin duda has hecho no habrá valido la pena.