(Ilustración: Mónica González).
(Ilustración: Mónica González).
Mario Ghibellini

La política es sin duda el reino de las apariencias. A principios de este mes, el presidente vio caer su aprobación en 7 puntos, y días después removió al premier que decía que él no gobierna mirando las encuestas y a ocho ministros más. Los sondeos que el mandatario supuestamente no mira indicaban, además, que entre las razones más frecuentemente mencionadas por los encuestados para desaprobarlo estaban su mala gestión, que “es mentiroso”, que la economía ha empeorado, que no se está reconstruyendo el país y que hay mucha delincuencia. Los cuadros estadísticos registraban, por último, una vasta mayoría ciudadana favorable a que se produjese un cambio parcial o total del Gabinete.

Cualquier observador medianamente atento a la cadena de acontecimientos habría sospechado, desde luego, que en realidad al jefe del Estado sí se le va el ojo cuando se publican las encuestas mensuales y que, en esa medida, era lícito asumir que había existido una cierta relación de causa-efecto entre el panorama crítico que empezaba a pintar las cifras y el remozamiento del Gabinete. Pero entonces apareció el nuevo presidente del Consejo de Ministros para hacernos saber que estábamos equivocados.

—El salto y los puentes—

El mismo día en que juró el cargo, en efecto, el amigo se apresuró a aclarar que “ahora no estamos cambiando de Gabinete por respuesta a una crisis”, sino “por una nueva ambición”. “La casa está más ordenada. Falta, pero está más ordenada. Y llegó el momento de que tengamos más ambiciones como peruanos”, ha dicho.

De manera que a no lo licenciaron por el hecho de que la agenda y el discurso anticorrupción hubieran empezado a agotarse, y los viejos problemas –el magro crecimiento económico, la inseguridad– estuvieran pesando de nuevo en el ánimo de la gente, ni porque la lentitud de la reconstrucción en el norte y la ineficacia estatal ante los nuevos desastres naturales parecieran estar irritando a una porción creciente de la población. No, señor. Esta vez lo que hemos presenciado es un salto cualitativo, producto de la ambición y espoleado quizás por el cambio de estación que se nos viene la próxima semana.

¿Qué es lo que ambiciona el gobierno en esta nueva etapa? El flamante primer ministro también nos lo ha notificado: mejorar la comunicación con las otras fuerzas políticas. En concreto, ha hablado de “tender puentes” y de “retomar una práctica que se ha hecho difícil en los últimos años en nuestro país: el diálogo, el escucharnos y también el comunicar mejor”.

Y la verdad es que, en lo que concierne a la necesidad de la actual administración de comunicar mejor, es casi imposible discrepar con él. ¿Qué mensaje quiso transmitirnos, por ejemplo, esta semana el presidente Vizcarra al declarar que la reparación civil pactada con en el acuerdo de colaboración eficaz “debería ser mayor”… precisamente el día en que la oposición en el Congreso estaba aprobando una interpelación a su ministro de Justicia por esa misma razón? Cómo saberlo. Pero si Vicente Zeballos no le renunció en el acto, debe haber sido justamente por aquello de la ambición convertida en la nueva bandera del gobierno.

Ironías aparte, comunicar y tender puentes (salvo que sean aquellos que se han traído abajo las lluvias y los desbordes de los ríos) claramente no es suficiente. El diálogo con las otras fuerzas políticas está muy bien, pero no es un programa de gobierno ni un plan de trabajo para un premier que recién se estrena. Es, más bien, la carta que suelen jugar quienes están en el poder cuando la agenda propia comienza a ralear. Revísese, si no, las circunstancias en que Toledo, García o Humala echaron mano de ese recurso cuando eran presidentes.

Preocupa, en consecuencia, que comunicación y diálogo sean prácticamente lo único que se ha ofrecido hasta el momento. ¿Significa eso, sin embargo, que no cabe esperar más del amigo Del Solar en la Presidencia del Consejo de Ministros? En esta pequeña columna creemos que no.

—Coloquios con Tamar—

Las objeciones que hemos escuchado en estos días a su designación como premier se nos antojan prejuiciosas y espurias. Se ha señalado con desdén que “solo es un actor” y que no tiene la preparación para ejercer el cargo. Pero lo cierto es que su formación en asuntos que tienen que ver precisamente con el buen gobierno y la administración pública excede largamente la de los empresarios, médicos o abogados que lo han antecedido en esa función en los últimos lustros, con los resultados que ya conocemos.

Su vocación política, por otra parte, es antigua y perseverante. Y lo mismo cabe decir de su honestidad. Por ahí, en honor a la verdad, no pensamos que pueda haber problema alguno.

Donde sí puede haberlo, en cambio, es en esa tentación a quedarse solo en la superficie amable de las cosas que sugieren sus primeras declaraciones. ¿Realmente pretende convencernos, por ejemplo, de que el movimiento de fichas en el Gabinete no ha tratado de cortar una crisis política en su origen? ¿O persuadirnos de que lo medular en este momento para el país es la proporción entre hombres y mujeres en el equipo ministerial, o escuchar las propuestas sobre los textos escolares de Tamar Arimborgo?

Es improbable que Del Solar no sea consciente de que sin un crecimiento económico vigoroso que lo sostenga, todo lo demás es decorado pronto a descascararse. Y que no sepa también que sin una reforma que flexibilice la legislación laboral y un auténtico impulso a los proyectos mineros estancados, ese crecimiento será imposible.

¿Está dispuesto a comprarse esos pleitos? Esa es la pregunta que en esta temprana etapa de su paso por la presidencia del Consejo de Ministros todos nos debemos hacer. Todos y todas, por si acaso.