Mario Ghibellini

Algún asesor de ínfulas militares debe de haber palabreado esta semana al presidente acerca de las virtudes del ‘factor sorpresa’. El anuncio que lanzó el martes desde Yauyos del mensaje que le tocará pronunciar el 28 de julio lo sugería; y desde Palacio de Gobierno hasta la sede del lo confirma.

Después de sus desvelos por desentenderse de la espinosa investigación en la que se lo involucra, muchos esperaban efectivamente que el jefe del Estado postergara una vez más el careo con la fiscalía modulando alguna excusa plañidera, y él en cambio marchó hacia el local de la avenida Abancay con paso decidido y dispensando saludos a simpatizantes más bien imaginarios. La relevancia y el apego a la verdad de lo que haya dicho durante la diligencia están por verse. Pero es indudable que el gesto al que nos referimos tuvo algo de eso que en la lucha política universitaria de antaño los dirigentes radicalizados solían denominar “una maniobra de las autoridades para confundir al estudiantado”.


–Velocidad de carguero–

Los fuegos artificiales de ayer, no obstante, se diluirán seguramente en el éter mañana mismo, cuando los programas domingueros revelen lo que el mandatario calló o fingió no recordar durante la cita en el Ministerio Público. A diferencia de ello, la insinuación de que su mensaje por fiestas patrias traerá “más de una sorpresa” promete tenernos en vilo por más de un mes.

A lo largo de estos últimos días, se ha traído a la memoria colectiva la afición que mostraron algunos viejos presidentes y dictadores por sacudir al país con el anuncio de medidas confiscadoras y de atropello a las libertades con ocasión del aniversario patrio. El intento de de Alan García en 1987 y la entrada a saco de Juan Velasco Alvarado y sus inolvidables secuaces son quizás los ejemplos más llamativos, pero no los únicos. De cualquier forma, con esas evocaciones en mente, el que menos ha tenido recientemente pesadillas en las que el profesor Castillo proclama la irrupción de la morralla que lo rodea en algún ámbito de la actividad privada, en medio de frases reñidas con la rección gramatical y rebosantes de alusiones al pueblo.

Otros, en cambio, piensan que la sorpresa va a venir por el lado de una apertura hacia la derecha o hacia la incorporación de cuadros competentes y sin historia policial en la administración pública. Una fantasía alimentada por los indicios de un nuevo distanciamiento entre Cerrón y el mandatario, así como por la velocidad, no digamos de crucero pero sí de carguero, que parecerían haber alcanzado las censuras a los ministros en el Congreso. A esos impenitentes cultores del optimismo, sin embargo, habría que recordarles las elucubraciones a las que sucumbieron allá por los días en que Monseñor Barreto y Max Hernández visitaron Palacio... y la amarga realidad a la que tuvieron que amanecer luego, cuando el premier Aníbal Torres salió y repartir dicterios.

No hay que perder de vista, además, que al alejamiento de Cerrón le ha venido aparejado un persistente merodeo de Guillermo Bermejo por los predios del Ejecutivo. Y tampoco ignorar el hecho de que las bodas reales suelen ser alardes de boato a los que acuden quienes quieren exhibir su mudanza a las esferas más exclusivas del poder. El eventual cambio de la dependencia de uno por el estreno de una camaradería con el otro, en consecuencia, no tendría por qué representar mejora alguna en las ideas con las que el presidente gobierna el país ni en el ‘casting’ de los funcionarios del Estado.


–Feriado de coyote–

Dicho todo esto, debemos anotar que en esta pequeña columna no creemos que el mandatario haya mentido al declarar su voluntad de depararnos una pequeña sorpresa en 28 de julio. Cercado como está por la evidencia de su incompetencia y por los testimonios de colaboradores eficaces que lo colocan a la cabeza de una presunta organización criminal, necesita con urgencia improvisar un pase mágico que encandile a la opinión pública por unas semanas o meses más, y le permita seguir viviendo el presente. El cuento de los “consejos de ministros descentralizados” ya se agotó. Y el fracaso de su añagaza para ganar popularidad a costa de la Selección peruana al decretar feriado el día del partido en el que no clasificamos lo ha dejado chamuscado y contuso. Un poco, digamos, como el inmortal Wile E. Coyote cada vez que el correcaminos burla una de sus innumerables trampas para hacerlo caer en sus garras.

Así las cosas, recurrir al ‘factor sorpresa’ se le debe de antojar al profesor Castillo como un salvavidas al que tiene que aferrarse a cualquier precio antes de que la siguiente racha de olas furiosas lo revuelque sin remedio. El problema, sin embargo, es que no es lo mismo ser consciente de que se necesita ejecutar un malabar de pasmo que saber cómo hacerlo, o tener siquiera noción de aquello en lo que ese malabar podría consistir.

El presidente, en esa medida, se encamina al parecer a la presentación de una sorpresa sin presa. Y acaso sea mejor así.

Mario Ghibellini es periodista