(Ilustración: Mónica González).
(Ilustración: Mónica González).
Mario Ghibellini

Cuando de pronto se anunció el jueves por la noche que el presidente dirigiría un mensaje a la nación, el que menos miró disimuladamente el calendario. ¿Habían llegado las Fiestas Patrias sin que nos percatásemos? No, nada de eso… ¿Sería entonces –se preguntaron los inocentes– que se había logrado esa tarde una solución cabal y con firmas de verdad al conflicto de y el mandatario ardía en deseos de transmitírnoslo? Frío, frío… “¡Ajá –especularon los más inocentes todavía–, seguro que ya se decidió a despachar al calamitoso ministro de Transportes y no ve las horas de hacerlo público!”. Pero no bien escucharon los primeros períodos oratorios de la soflama presidencial, comprendieron que también ellos estaban equivocados.

Vizcarra, como se comprobó luego, no tenía en realidad ningún contenido importante que comunicar; aparentemente, solo quería recitar algunas obviedades, como aquella de que respeta la independencia del Poder Judicial (¡Da! Si no lo hiciera, sería un golpista), y recordarnos que él fue el ganador del referéndum del año pasado (de ahí la repetida ecuación planteada durante el discurso entre lo que él quiere y lo que “el pueblo reclama”).

Cuando un presidente se empeña, sin embargo, en dirigirse a la nación para no decir nada importante, hay que empezar a sospechar que el mensaje secreto está en lo secundario. Y en este caso, lo secundario ha sido el borroso dibujo que hizo de unos supuestos enemigos de sus afanes reformadores, dedicados a atacarlo y difundir mentiras sobre su gobierno.

—Canto a sí mismo—

Por momentos, en efecto, atender al discurso del mandatario fue como escuchar a Luis Abanto Morales cantando aquello de “se agigantan las quimeras de mis sueños”. Porque, según parece, el hombre está padeciendo también pesadillas en las que los monstruos mitológicos –o algunos sucedáneos de ellos con menor prestigio literario– tienen un rol protagónico.

Hacia el final de su perorata, concretamente, aseveró: “Como era previsible, esta firme decisión de corregir y cambiar el sistema político, judicial y tributario ha afectado grandes intereses y grupos de poder que han reaccionado atacando sistemáticamente al gobierno y a su presidente”. Y no contento con esa primera incursión en el canto (épico) a sí mismo, añadió: “Sabíamos a lo que nos exponíamos y sabemos que vienen más ataques, pero acá nos encontrarán fuertes y decididos en hacer siempre lo correcto en beneficio de nuestro país”.

Muy vibrante, muy fogoso, muy inspirador… Pero habría que someter sus palabras a un mínimo contraste con la realidad, porque de primera impresión se diría que nos ha pintado mucho enemigo para tan poca reforma.

A ver, a ver, ¿grandes intereses, dijo? ¿Grupos de poder que lo atacan? Pues han de estar muy bien escondidos, porque la verdad es que en un barrido rápido de la superficie no se los divisa. Como es público y notorio, los enemigos de esta administración están, más bien, de huida y en desbande.

Salvo, claro, que tengamos que asumir que la congresista Rosa Bartra enrostrándole al presidente una presunta incapacidad para gobernar o la señora Beteta censurándolo por lucirse “en una parafernalia palaciega europea mientras el pueblo sufre por los embates de la naturaleza” son la punta de un iceberg conspirativo pronto a emerger.

Hay que admitir, no obstante, que el detalle de los hipotéticos conjurados para evitar la reforma tributaria es relativamente novedoso. Se trata, como el propio jefe de Estado hizo evidente en otra parte del mensaje, de una alusión al empresariado y sus objeciones gremiales a las normas antielusivas. Estas, según precisó, “buscan que los empresarios cumplan con el pago de sus impuestos a cabalidad”: una obligación cuya observancia es bueno exigir a las personas dedicadas a cualquier actividad económica; pero en el caso de los empresarios, ya se sabe, un poco más.

Ojerizas presidenciales aparte, conviene hacer notar que lo que algunos líderes empresariales han hecho es ventilar su desacuerdo con esas normas y criticarlas, lo que solía ser una práctica habitual en cualquier democracia que se respete. Pero ahora, de pronto, constituye al parecer causal de denuncia. ¿Qué pretende el mandatario? ¿Que cuando él propone algo –ya sea una reforma política o una modificación tributaria– la gente sencillamente se tire al piso y le lleve el amén sin chistar? Alguien debería explicarle que ese peligroso ‘estado de gracia’ en el que el rechazo a los esperpentos que habitan los otros poderes del Estado lo puso unos meses atrás, ya se extinguió.

—Los viejos flagelos—

Aunque, pensándolo bien, es probable que haya sido precisamente la conciencia de esa pérdida lo que empujó al presidente a colocarse el jueves por la noche frente a los micros y las cámaras. No olvidemos que ese día por la mañana había aparecido una enésima encuesta –de Datum, en este caso– en la que su aprobación se encogía, tras haberse encogido ya los dos meses anteriores.

Como se ha señalado hasta el cansancio, lo que esos sondeos revelan es que la cruzada anticorrupción, importante como es, ya no le basta a una porción creciente de la ciudadanía para endosarle su apoyo al jefe de Estado. Ya sea porque han detectado incoherencias al respecto en su gobierno o porque los viejos flagelos (la inseguridad y el anémico crecimiento económico) vuelven a azotarlos, muchos peruanos le exigen al mandatario ahora logros en otros terrenos. Y él, aparentemente, no tiene mucho que ofrecerles.

Llegados a trances como ese, los gobernantes en apuros suelen pensar que fabricarse unos villanos a la medida a los que responsabilizar de todo lo que no avanza o ni siquiera se echa a andar es una gran idea. Pero se equivocan. ‘Los grandes intereses’, ‘los grupos de poder’ y ‘los empresarios’ no funcionaron como coartada en la Argentina de los Kirchner ni en la Venezuela de Maduro. Y aquí tampoco lo harán.

Si eso es todo lo que tienen para proponer los consultores, a lo mejor de verdad les están pagando demasiado.