"En honor a la verdad, sin embargo, no es esta la primera vez que el mandatario se contradice". (Ilustración: Mónica González)
"En honor a la verdad, sin embargo, no es esta la primera vez que el mandatario se contradice". (Ilustración: Mónica González)
Mario Ghibellini

Entre las múltiples yayas del acabado de Pedro Chávarry como fiscal de la Nación, no se cuenta la de la incapacidad de leer mensajes encriptados en las coyunturas políticas. De otra forma, no habría logrado mantenerse tantos meses en una silla en la que ni siquiera tendría que haberse sentado. De hecho, la impasibilidad con la que escuchaba antes los abucheos e invectivas que cotidianamente le dedicaban vastos sectores de la ciudadanía solo se explica por las señas de apoyo que recibía al mismo tiempo de sus bancadas favoritas en el Congreso.

En ese mismo sentido, sin embargo, la prisión preventiva de la señora Fujimori y el remate de ópera bufa que tuvo la búsqueda de asilo de Alan García tienen que haberle hecho notar que su estabilidad como titular del Ministerio Público había entrado en las últimas semanas en una fase de extrema debilidad. ¿Cómo así, entonces, se lanzó el 31 de diciembre a cruzar el Rubicón que suponía remover a Vela y Pérez de sus responsabilidades en el Caso Lava Jato?

Hoy, después de que en menos de dos días tuvo que recular y reponerlos, todos lo imaginamos haciendo secretamente maletas para partir en cualquier momento hacia Ultima Thule. Pero si se analiza la situación con frialdad retrospectiva, resulta claro que algún mensaje cifrado tuvo que haber creído captar en la antesala del Año Nuevo para proceder como procedió. Y en esta pequeña columna tenemos una teoría al respecto.

—“Habría que ver”—

Esa mañana, recordarán los lectores atentos al acontecer político, el presidente Vizcarra apareció en RPP y peroró sobre materias diversas. Entre ellas, el acuerdo de colaboración eficaz que estaba a punto de firmarse entre Odebrecht y el equipo especial del Ministerio Público que representan Vela y Pérez. Como se sabe, ese acuerdo permitirá obtener información esencial sobre las contrapartes peruanas de la corrupción que la constructora brasileña sembró en nuestro país; pero, entre otras cosas, consiente que la empresa en cuestión pueda seguir operando en el territorio nacional: un sapo duro de tragar, como todos los que se derivan de ese tipo de convenios, pero inevitable si se quiere llegar a echarles el guante a los delincuentes locales.

El mandatario, no obstante, le disparó al arreglo en ciernes en la línea de flotación. “No estoy de acuerdo porque es una empresa que ha cometido grandes actos de corrupción”, dijo, incurriendo en la recitación de lo obvio (si Odebrecht no hubiese cometido “grandes actos de corrupción”, no estaría tratando de acogerse a una colaboración eficaz). Y más adelante agregó que, aunque el acuerdo le permitiría a la constructora postular en futuras licitaciones en nuestro país, su posición era esa “y habría que ver”…

Como se sabe, los términos del arreglo han sido uno de los flancos por donde permanentemente han atacado los que buscan sabotearlo. Y para ellos, las palabras del jefe de Estado han de haber sonado a música celestial. Particularmente, la sibilina coda que hemos resaltado aquí, pues si bien Vizcarra no tiene autoridad para interferir en el asunto, de un tiempo a esta parte esos detalles técnicos no parecen perturbar sus fantasías sobre la esfera de acción que le corresponde.

Al escuchar un mensaje como ese, pues, no es inverosímil que, frotándose las manos, Chávarry pensara ‘¡somos!’ y procediese a despachar a los incómodos Vela y Pérez.

Por supuesto, alguien debe haber advertido al presidente del despropósito en el que había incurrido, porque tres días después salió a proclamar: “Este acuerdo […] tiene que retomarse. Si se ha generado algún tipo de inconveniente, hay que corregirlo, pero para eso hay que respaldar a los fiscales”. Es decir, Vizcarra contra Vizcarra.

— El prurito y la brújula—


En honor a la verdad, sin embargo, no es esta la primera vez que el mandatario se contradice. Si lo pensamos, un primer clarinazo de alerta sobre una cierta vocación suya por la asolapada fe de erratas se produjo ya en junio pasado, a raíz de la ‘evaluación’ a la que sometió una decisión ya tomada sobre el Impuesto Selectivo al Consumo al diésel. Una evaluación que terminó en retroceso y, a la larga, con la renuncia del entonces ministro de Economía, David Tuesta.

Vino luego la famosa consulta que le hicieron a principios de octubre, cuando el Congreso acababa de aprobar los proyectos de ley que serían presentados al referéndum. “¿Está usted conforme?”, le preguntaron al presidente cuando la noticia estaba fresca. Y él respondió: “Sí. No solamente yo, sino el Poder Ejecutivo al cual represento”… Pero unos días más tarde, salió a declarar que la cuarta propuesta del gobierno (la que tocaba el asunto de la bicameralidad) había sido “desnaturalizada” por el Legislativo y que, por consiguiente, llamaba a oponerse a ella en las urnas.

Y así, se podrían citar varios otros ejemplos hasta llegar al caso que ahora nos ocupa. Por momentos, daría la impresión de que, en medio de su tumultuosa popularidad y a falta de una oposición eficaz, el jefe de Estado optase por contradecirse a sí mismo de vez en cuando. Pero la cosa, en realidad, es exactamente a la inversa: es la fascinación con esa popularidad y el prurito de mantenerla elevada a cualquier costo lo que lo lleva a actuar sin eje: si percibe resistencia a un impuesto, da marcha atrás en su aplicación; si, según las encuestas, la bicameralidad corre el peligro de no ser aprobada en el referéndum, se pasa rápidamente al equipo de los que se oponen a ella y trata de encabezarlo; y si detecta que la gente podría estar insatisfecha con algunos de los términos del acuerdo con Odebrecht, pues a bombardearlo (aunque después tenga que rectificarse disimuladamente).

El problema con todo esto es que terminan produciéndose incordios mayúsculos y quizás no deliberados, como el que acabamos de atravesar, porque la consecuencia inexorable de andar confundiendo la brújula con el ‘aplausómetro’ es un gobierno sin norte.