Los relatos del poder 3: El cuento de Acuña, por Fernando Vivas
Los relatos del poder 3: El cuento de Acuña, por Fernando Vivas
Fernando Vivas

Si Keiko se lee como un melodrama y PPK como una aventura de la tercera edad;  se lee como un relato de éxito y fraude, como un biopic muy latino, ‘south of the border’, que acaba de dar un giro imprevisto y de gran ambigüedad: el  protagonista se hace el discriminado.

En este biopic hay, en altas dosis, reconocimiento y discriminación, sana ambición y dolo,  jactancia e inseguridad. Porque es la historia de una gran impostación.  

El relato del éxito ya estaba clarísimo varias semanas atrás. No fue alterado por la denuncia de violación a una joven norteña, pues la presunta víctima dio la cara al día siguiente para contar que tuvo un hijo con él tras una relación consentida. Que fuera menor de edad, no provocó gran escándalo en un país con ganas de sincerarse sobre sus libertades sexuales.

El cuento ya había sobrevivido a las varias denuncias de clientelismo e inducción de votos con dinero público. Aunque el video donde el candidato pronuncia ‘plata como cancha’ no deja lugar a dudas sobre el manejo ligero de las dádivas de la gestión pública con fines proselitistas; Acuña afirmó frescamente su derecho al clientelismo. La frase pasó, de denuncia esgrimida contra él, a ser leitmotiv del cuento, repetida por su protagonista.

 Tampoco lo afectaron las apariciones de una dama, Jenny Gutiérrez, en la casa de Las Casuarinas, cumbre del status limeño, aparentando ser su actual pareja. César Acuña no la desmintió, probablemente para evitar una escena embarazosa y porque aportaba colorido al cuento. La narración empezó a hacerse en clave alta, en clave ‘como cancha’: denuncias como cancha, mujeres como cancha, gastos como cancha.

Con tanto colorido y dramaturgia en clave ‘como cancha’, el cuento de Acuña ganó en intensidad a los cuentos de los otros candidatos.  

Sin embargo, tras la denuncia del plagio de su tesis doctoral, el aspecto fraudulento de la historia se ha superpuesto al éxito y se ha intensificado de una forma imprevista y casi insoportable para su protagonista.

Cuando la adversidad se impone, son los demás y no el protagonista ni su equipo de campaña, quienes empiezan a contar el cuento. César Acuña casi perdió por completo las riendas de su historia. En su control de daños, no empezó a replicar con argumentos de fondo sino  jugando con los plazos: ‘esperaré la decisión de la Universidad Complutense’.

Tras el batacazo de la denuncia, vino, entonces, un plot point (giro crucial): Empezó a victimizarse como un peruano discriminado que ha despertado los celos del Perú oficial. No dudo que haya sido víctima de discriminación en muchas fases e hitos de su vida. Tampoco dudo que lo sea ahora mismo, añadiendo -para quien lo discrimine- intensidad en la desaprobación por su inocultable falta.

La discriminación es mal común en un país de brechas sociales y raciales del tamaño de las nuestras. Pero Acuña no ha querido ser portaestandarte de la lucha contra la discriminación, él no quería contar ese cuento como eje de su campaña. Me consta porque  y le pregunté dos veces si en su afán presidencial no había algo de revancha contra el recelo que pudo provocar su éxito empresarial y político en la estratificada sociedad trujillana. Las dos veces me dijo que no.

César Acuña me dio la impresión de ser muy orgulloso como para asumirse un discriminado. Su afán, tal como se lo planteó desde la década pasada cuando fundó Alianza Para el Progreso, es el de lograr en todos los ámbitos sociales, que se le reconozca como un igual empoderado. “Yo soy un empresario como ustedes” dijo en el CADE de diciembre, donde leyó, nervioso, un texto impostado.

El reconocimiento es el motor fundamental de su cuento; no el de denunciar las trabas para lograrlo. Acuña es un integrado con su plata, no un misio revolucionario antisistema. Y su máxima aspiración, lo único que le falta en una vida llena de logros, es ‘ser presidente’. Así lo proclamo unas semanas atrás.

Pero, ahora, como control de daños, como excusa y como pretexto creíble para parte de la población que la padece, aparece balbuceando el cuento de la discriminación. Hasta hoy ningún candidato de peso había pretendido encarnar este cuento de gran potencial en cualquier país desigual como el nuestro. Toledo no lo encarnó porque se nos presentó como un ‘error estadístico’, una excepción a la regla de la pobreza, un tipo con suerte que pudo pasar sus años formativos en Estados Unidos.

A diferencia de Toledo, Acuña se quedó aquicito nomás y en el Perú hizo todos sus emprendimientos. Quizá tuvo muchos reveses, quizá fue frenado en muchos momentos, pero no desfalleció, y esto es precisamente lo que dice su célebre spot de la raza distinta. Si algo en limpio se puede sacar de esa publicidad con la que él se identifica tanto y que identifica a tantos; es que esa ‘raza distinta’ es la misma mixtura mayoritaria nacional de siempre, que se esfuerza y triunfa. No hay mención explícita de la discriminación allí.

La ‘raza distinta’ es una de ganadores esforzados, no de luchadores sociales. Esa es la raza sublimada a la que pertenece el candidato en el cuento que ha querido contarnos desde que quiso ser presidente.

En el 2006, César Acuña postuló con su plata a un limeño blanco, Natale Amprimo; mientras él fue de vicepresidente.  En el camino, tuvo nuevos logros que le dieron más aplomo y seguridad como para pensar en lanzarse a sí mismo para el 2016. Uno de ellos, en el 2009, fue su doctorado en la Complutense. Que estaba orgullosísimo de él, queda claro en esta respuesta que me dio en la entrevista citada: “Debo ser de los pocos peruanos que tienen un grado de doctor firmado por el rey”. Pero el golpe del plagio ha sido tal que, a regañadientes, cambió la historia.

En resumen, Acuña replicó con otro cuento al cuento que se hace de él y que es distinto al cuento que había empezado a contar al inicio de la campaña. El resultado es una narración intensa, truculenta, ambigua, llena de engaños que irritan a quien la sigue. El motivo de la discriminación podría cobrar fuerza y apagar las denuncias; pero al e(lector) no le gusta que el protagonista sea  insincero respecto a sus motivos.

Un grueso del electorado podría creer que el plagio no es suficiente razón para descalificar el cuento, pero más difícil le será perdonar la insinceridad respecto a los motivos centrales del cuento, o sea, la mentira de quien se proclama un factótum de la educación exitosa. El engaño duele más que el plagio. Este cuento promete más sorpresas.

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