(Foto: Alonso Chero)
(Foto: Alonso Chero)
Enrique Vera

Martes 21 de agosto del 2018. El estruendo de los últimos disparos la levanta de golpe. Elena Campos no recuerda cuánto tiempo ha dormido. Le había ganado el sueño mientras su esposo, el agricultor Teófanes Camargo Ponce, frotaba la espalda de su hijo menor.



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Despierta con el sobresalto pero y Teófanes ya no sigue ahí. Los balazos dan paso a un silencio abrumador en Libertad de Mantaro, un pueblo sin luz eléctrica donde no hay más de veinte casas de adobe, y que forma parte de un corredor de droga en Santo Domingo de Acobamba () controlado por las huestes de los hermanos Quispe Palomino.

Elena camina titubeando en la oscuridad hasta que Eliseo Camargo, un tío de su esposo, la alcanza cerca del colegio inicial. Cruzan maizales, el local comunal y llegan a la plaza. Teófanes está muerto al pie de la iglesia. Tiene ocho impactos de bala en el tórax; y sobre el pecho, un papel con la frase “Así mueren los soplones” junto a los símbolos de la hoz y el martillo. Eliseo alumbra con su linterna los casquillos esparcidos en la tierra y llama a sus vecinos. Pero nadie más que Elena y él estarán en la plaza hasta la mañana.

Los primeros comuneros que llegan dicen que fueron 15 los asesinos. No saben sus nombres ni apelativos pero los conocen: ‘tíos’, les llaman. Los identifican como integrantes de la columna armada que se hace llamar Militarizado Partido Comunista del Perú en el pueblo. El mismo grupo que les pide alimentos, los interroga y hostiga acusándolos de colaborar con las Fuerzas Armadas. Así eran sindicados Teófanes y sus padres, los dirigentes vecinales Susana Ponce e Irineo Camargo. Estos últimos fueron torturados y desaparecidos tres días antes del asesinato del agricultor.

Ni Elena o sus familiares cercanos podrán recoger el cuerpo de Teófanes en los días siguientes al crimen. La columna que encabezan los alias ‘Julio Pucañahui’ y ‘Julio Chapo’ lo impedirá pues quedará aguardando perpetrar una emboscada contra la primera patrulla del Ejército que ingrese al pueblo para levantar el cadáver. Los cuerpos de Irineo y Susana no aparecerán. Recién después de cuatro días, cuando los terroristas hayan desistido en su espera, Teófanes será enterrado por sus parientes.

El caso de los Camargo ha incrementado la infausta lista de asesinatos selectivos con que Sendero está marcando la historia reciente de los caseríos de Santo Domingo de Acobamba. En julio del 2014, el entonces presidente de la ronda campesina de Libertad, Santiago Estrada, fue acribillado. En marzo del 2015, Rubén Alfaro Ventura y Cipriano Calderón Pizarro, dos autoridades del centro poblado Huancamayo, fueron asesinados por los terroristas. En mayo de ese mismo año, vecinos de San Antonio de Carrizales encontraron muerto al profesor Percy Pérez Escobar, días después de haber sido secuestrado y torturado. En esos lugares también, dos presidentes de comités de autodefensa fueron torturados y acribillados entre el 2016 y 2017.

Esta historia cíclica de terror obligó a que varias familias de Libertad de Mantaro y otros anexos de Santo Domingo huyan de sus tierras por temor a morir. Emprendieron días enteros de caminatas y hoy están a cientos de kilómetros de sus casas y chacras sin intención de volver. Se han asentado en viviendas de los familiares que encontraron, al lado de ríos o en parajes remotos. Cuentan sus muertos por año, y que por eso se han ido. Que dejaron sus tierras, y quizá pueblos vacíos, con tal de vivir.

Martes 19 de junio del 2018. La población de Alto Mantaro, en el caserío de Vizcatán del Ene (Satipo, Junín) es reunida, entre bosques y cocales, por la columna terrorista que encabeza ‘Fernando’ y secunda ‘Rodrigo’ o ‘Julio Chapo’. Pero antes de que estos tomen la palabra, cinco comuneros acusan al dirigente vecinal Elvis Sayme Curo de ser informante del Ejército, de gestionar la instalación de una base militar en su pueblo y por negarse a compartir sus tierras con la comunidad.

Sayme, que dos semanas atrás ha resistido medio centenar de azotes con bejucos de los terroristas, no está en la reunión. Llega al pueblo casi a la medianoche, cuando ‘Fernando’ y su grupo armado comen en casa de uno de los comuneros que lo habían señalado. Los vecinos comentan al dirigente lo que ha pasado y este decide ir a la casa del acusador y encararlo. Nadie lo volverá a ver.

Es 7 de julio del 2018. A media hora de Alto Mantaro, desde el centro poblado José Olaya, el balsero Pedro Luján hace su primer viaje llevando gente hacia el anexo Unión Mantaro. Sabe que lo acusan de indagar las identidades de los terroristas y que por eso lo buscan, pero él trabaja sin sobresaltos. Al término de su cuarto recorrido, la columna de ‘Fernando’ lo atrapa y lo lleva hacia una extensión de chacras en la localidad de Chivani. No se sabrá más de él, como, desde el año anterior, tampoco se sabe del presidente del comité de autodefensa de Valle Hermoso Adrián Bovis Vega. Los terroristas arremetieron contra Bovis cuando jugaba fútbol y se lo llevaron a golpes.

Estos han sido solo los últimos casos de una cadena de crímenes contra dirigentes o comuneros que el terrorismo ve como amenaza en los anexos de Vizcatán del Ene. Allí donde los campesinos son obligados a entregar a los terroristas el 50% por las ventas de las maderas de los árboles que crecen en sus chacras. Los comuneros de esos pueblos son llevados cada mes al monte para ser adoctrinados u obligados a entregar alimentos, botas y mochilas. O para ser organizados en redes de colaboradores del terrorismo.

En el 2016 cuando fue delegado vecinal en Valle Hermoso, un comunero al que llamaremos Héctor se opuso férreamente al orden de Sendero. El 27 de setiembre de aquel año, el cabecilla ‘Fernando’ lo mandó a llamar. “Quién te crees. El partido es el que hace justicia. Acá te vas a morir y acá te vamos a enterrar”, le gritó. Mientras ‘Rodrigo’ o ‘Julio Chapo’ lo golpeaba con su fusil. Héctor pudo huir y ahora vive a cientos de kilómetros de su pueblo. Dice que en los últimos años, hubo nueve asesinatos selectivos e innumerables torturas en Vizcatán del Ene, quizá el lugar más azotado por la violencia subversiva en todo el Vraem. De allí huyeron más de 25 familias hasta marzo de este año. Pero el asedio terrorista continúa y los campesinos que se quedaron, asegura, son colaboradores o informantes. Es decir, parte de la amenaza latente.

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