Las dos agendas del agro, por Richard Webb
Las dos agendas del agro, por Richard Webb
Richard Webb

La actividad agropecuaria tiene el peso de una doble responsabilidad. Le pedimos más productividad porque solo así saldrán de la pobreza los dos millones de familias que trabajan en el campo. Pero le pedimos además que sea un custodio, primero de la ecología nacional, y segundo de valores culturales como son el comunitarismo, las prácticas ancestrales como el uso de andenes, y las lenguas nativas. Y toda esa responsabilidad protectora recae sobre el hermano más frágil y más necesitado de la familia. 

Al momento de decretarse la reforma agraria en 1969, pocos cuestionaban que la agricultura peruana era el sector menos dinámico de la economía y que ese retraso se debía a una mala estructura de propiedad, por la combinación de latifundios que desaprovechaban la tierra con minifundios demasiado pequeños para ser eficientes. Después de una década de aplicación, se hacía evidente que la simple redistribución no estaba produciendo el resultado esperado. 

Sin embargo, cuando años después empezó a multiplicarse la investigación de la agricultura, formándose varios centros e iniciativas de estudio como Sepia, Grade, Cepes y la revista “Debate agrario”, la atención prioritaria no se centró en temas directamente relacionados al negocio agrícola, sino en la ecología y en aspectos sociales y culturales de la vida rural. Un inventario realizado por el investigador Héctor Maletta encontró que de las 69 publicaciones realizadas por Sepia entre 1985 y el 2005, 41 estudiaban aspectos de la ecología, mientras que 17 se dedicaron a temas relacionados a la preservación de las tecnologías ancestrales, como las faenas comunitarias. O sea, una gran parte de los trabajos de investigación se encontraban motivados por la preservación ecológica o cultural y una pequeña parte por la modernización de la actividad agropecuaria.

La falta de atención a los factores que afectan la productividad en el campo, como la existencia de caminos y la adopción de nuevas tecnologías, fue una consecuencia de que en casi todo ese tiempo persistió la idea del fracaso de la agricultura peruana. Lo que había que estudiar, entonces, era el deterioro ecológico y la pérdida de valores culturales que explicarían el retraso productivo. 

Lo curioso es que la idea del fracaso agropecuario resultó ser un mito. En primer lugar, la producción del campo ya había tenido un largo período de crecimiento excepcional entre 1950 y 1970, cuando la producción de cada trabajador se elevó 2,8% al año. Pero el mito se volvió aun más irreal a partir de 1990, cuando la elevación de esa productividad alcanzó la cifra extraordinaria de 4,3% al año, cifra comparable a los casos más destacados de la experiencia mundial. La agricultura peruana ha producido todo ese crecimiento a pesar de una casi total falta de atención o priorización por parte del Estado y de los investigadores. 

Hoy, la agenda del investigador empieza por fin a poner más atención a los factores que afectan la modernización productiva de la agricultura. Al mismo tiempo, es posible que la preservación cultural y ecológica y los motores inmediatos del dinamismo productivo se estén volviendo más interrelacionados. Creo que no hay alcalde que, además del desarrollo agropecuario, no aspire a desarrollar a la vez el atractivo turístico de su distrito, revalorando e incluso inventando valores históricos y culturales. Hoy, también la cultura empieza a cultivarse. 

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