El presidente Martín Vizcarra indicó que la pena de muerte para asesinos y violadores de mujeres se debe "evaluar", a fin de determinar si es una medida disuasiva | Foto: GEC
El presidente Martín Vizcarra indicó que la pena de muerte para asesinos y violadores de mujeres se debe "evaluar", a fin de determinar si es una medida disuasiva | Foto: GEC
Pedro Ortiz Bisso

El desastre del primer alanismo, el azote del terrorismo y el ‘fujishock’ fueron caldo de cultivo para la epidemia del cólera que sacudió nuestro país en 1991. En pleno verano, apenas dos meses después de que se conocieran los primeros casos, todos los departamentos, a excepción del Cusco, ya registraban al menos un infectado con el ‘Vibrio cholerae’. Al final del año, alrededor de 320.000 personas habían enfermado; cerca de 3.000 no lograron sobrevivir.

Mientras eso sucedía, una noticia empezó a robarle notoriedad a la epidemia: en una humilde vivienda de Carmen de la Legua, una efigie de yeso de la Virgen de Fátima había empezado a llorar. Eso es lo que decía su dueña, una anciana que había adquirido la estatuilla años atrás cerca a Las Nazarenas. Pronto, la casita de la calle Hurtado de Mendoza se convirtió en un multitudinario centro de peregrinación. Como era de esperarse, el entonces presidente Alberto Fujimori apareció por la casa para orar ante la virgen y llevarle flores. “Pidió que nos ayude a salir de la crisis”, informaron los medios al día siguiente.

En paralelo, un charlatán brasileño que decía tener poderes para sanar males incurables atrajo a miles de personas a un consultorio improvisado en Miraflores y luego otro en Pueblo Libre. La popularidad de Joao Teixeira de Faria alcanzó tal dimensión que visitó Palacio de Gobierno para reunirse con Fujimori y ‘curarlo’ de una luxación en un dedo de la mano derecha. El mandatario declararía luego que gracias al “poder” del brasileño había podido mover su mano.

Sobra decir que dichos ‘milagros’ hicieron que el cólera empezara a perder espacio en la cobertura noticiosa y en las conversaciones de la gente. Fueron dos perfectas cortinas de humo que le permitieron un alivio al gobierno ante la crisis.

No existe evidencia de que en el actual gobierno existan un Vladimiro Montesinos o un Segisfredo Luza, las mentes que, se dice, habrían estado detrás de estas historias. En realidad no las necesita. Basta la infinita capacidad del señor Vizcarra para subirse a la ola de los temas de mayor popularidad. Pese a lo que señalan la Constitución, los tratados internacionales y la tendencia en el resto del mundo para su abolición, el presidente bajo el argumento de que es una medida a evaluar para reducir la violencia contra la mujer.

Además del COVID-19, hay otro virus por combatir llamado populismo. Uno de los contagiados es el presidente. Y no se quiere curar.

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