"El Niño ya no es lo que era", por José Carlos Requena
"El Niño ya no es lo que era", por José Carlos Requena
José Carlos Requena

A pesar de su larga presencia en la zona (Lizardo Seiner la estima en los últimos cuatro siglos), la primera vez que El Niño apareció en tiempos recientes causó gran impacto. Su inofensivo nombre contrastó con sus devastadores efectos: se calculan en mil millones de dólares las pérdidas ocasionadas entre diciembre de 1982 y marzo de 1983.

El país era gobernado por Fernando Belaunde, un presidente que, habiendo olvidado sus largos recorridos por el “Perú profundo”, había adquirido un método ajeno al in situ, pero pedagógico: ir al mapa. Era un país azotado por la violencia política y la aguda crisis económica, que dificultaban aun más cualquier respuesta estatal.

En 1998 se tenía memoria de El Niño previo. La naturaleza del régimen (centralizador, autoritario, populista) hacía que todo el control estuviera en pocas manos. Y los réditos políticos también: la popularidad de Alberto Fujimori se incrementó de 31% en diciembre de 1997, cuando empezaron las lluvias, a 47 % en marzo de 1998.

Fue ocasión de conocer nombres y tener idea de lugares cercanos antes ajenos. El Huaycoloro recordó que gran parte de San Juan de Lurigancho se asienta sobre una quebrada. Se supo que entre los distritos de Florencia de Mora y El Porvenir, en Trujillo, se ubica un camposanto tan antiguo como vulnerable: las fotos de tumbas abriéndose ante el paso del agua en el cementerio de Mampuesto son imágenes que perduran como un recuerdo marcado. La laguna La Niña, entre Piura y Lambayeque, se convirtió en un temporal centro de esparcimiento, con endose presidencial, que recuerda el ánimo emprendedor peruano: hacer del problema una posibilidad.

La versión actual de El Niño encuentra una economía más sólida. Es recibido por una tecnocracia mejor capacitada y experimentada, aunque quizás más atenta a indicadores que a indicativos.  

La ciudadanía es más consciente de sus derechos, pero sigue siendo inconsciente de sus deberes: mientras muchos piden ayuda, se resisten a dejar el cauce de los ríos que han convertido en sus hogares. El Estado se prepara hasta con un inédito simulacro. El avance tecnológico permite conocer la intensidad de El Niño y avizorar si será débil, fuerte o extraordinario.

El Niño hoy encuentra un gobierno de salida, con popularidad anémica que difícilmente aproveche potenciales gestos populistas, en medio de un creciente desorden y una apatía generalizada. Encuentra elecciones en ciernes, que condicionarán la campaña hacia gestos dadivosos en procura de votos y ofertas irresponsables. Encuentra un país descentralizado a medias, con un Ejecutivo receloso de dar más fondos a los gobiernos regionales, de los que desconfía. Encuentra un país que, entre cortinas de humo y crímenes que son más que una percepción, se termina de desencantar de su falaz prosperidad.

El Niño, pues, ya no es lo que era. Sus efectos, importantes, sin duda, no deberían ser tan devastadores como los de décadas pasadas. No obstante, para los gobiernos (nacional, regionales, locales) será un brusco despertar ante las tareas pendientes: ¿por qué en Chile un terremoto de 8,3 grados causa 11 muertes y en el Perú uno de 7,9 ocasiona cerca de 600?

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