“Es que Vizcarra es como esas series de Netflix con temporadas muy buenas y otras muy malas. Por ejemplo, más allá de las decisiones iniciales, la gestión de la pandemia ha sido un desastre. Entre otras cosas porque estaba encerrado en Palacio con un círculo de gente muy mediocre, sin escuchar otras voces”. (Foto; Jesús Saucedo /GEC)
“Es que Vizcarra es como esas series de Netflix con temporadas muy buenas y otras muy malas. Por ejemplo, más allá de las decisiones iniciales, la gestión de la pandemia ha sido un desastre. Entre otras cosas porque estaba encerrado en Palacio con un círculo de gente muy mediocre, sin escuchar otras voces”. (Foto; Jesús Saucedo /GEC)
Jaime Bedoya

Según la , Alberto Vergara es el analista político más poderoso del país. El único que parece no estar al tanto de ello es su hijo Octavio, de 2 años, quien le marca la agenda según su apetito, juego o sueño. Robándole momentos a un cronograma no negociable, Vergara pasa revista aquí a un año dramático y doloroso, el mismo que antecede nada menos que al del bicentenario.

Vizcarra, auge y caída

—Hace no mucho parecía acercarse a la figura del caudillo institucional que tú mencionabas como necesario. Ahora, tras Richard Swing, el fiasco de la vacuna y esta postrera alianza electoral con sus vacadores, ¿qué queda de él?

Queda un amasijo complejo, difícil de desentrañar. Vizcarra es un político surgido de la misma jungla de oportunismo y cortoplacismo de todos nuestros políticos. Una jungla en que se mata para sobrevivir y se sobrevive para matar. Lo peculiar de su caso es que una vez en el poder usó estos métodos para empujar unos temas postergados. Puso en el centro de la discusión la cuestión de la corrupción, una reforma de la justicia y una reforma política. Sabiendo que se jugaba la vida, pero aprovechó la indignación con los audios de los ‘hermanitos’ para zafarse del Congreso keikista que buscaba chavetear la democracia. Ese Vizcarra, aun si motivado por un proyecto personalista y oportunista, recibió un aplauso legítimo.

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—¿Pero no fue un aplauso ganado a costa del playback político, a lo Milli Vanilli?

¡Claro! Sin convicción. Usó la demanda institucionalista para sobrevivir. Pero esa temporada pasó, y como político peruano necesitaba ir acomodándose a nuevas coyunturas. Unas en que mostró déficits serísimos.

—En las encuestas Vizcarra mantiene un bolsón nada despreciable, a pesar de su responsabilidad en que no tengamos una vacuna. ¿El masoquismo tiene una cepa peruana? ¿O en política el que se victimiza mejor gana?

Es que Vizcarra es como esas series de Netflix con temporadas muy buenas y otras muy malas. Por ejemplo, más allá de las decisiones iniciales, la gestión de la pandemia ha sido un desastre. Entre otras cosas porque estaba encerrado en Palacio con un círculo de gente muy mediocre, sin escuchar otras voces. Y esto que se sospechaba quedó probado con los audios de su secretaria. Yo creo que durante la pandemia la altísima popularidad que consiguió fue nociva, Vizcarra no la interpretó como un reconocimiento al esfuerzo, sino como si fuera una evaluación positiva de sus políticas públicas y eso lo envaneció, lo hizo conformista, lo dejó satisfecho cuando necesitábamos un presidente muy inconforme.

Los seis días de Merino

—Pensando en el gobierno de Merino, ¿qué diría el VAR respecto al offside en que quedaron los partidos políticos y algunos de sus protagonistas?

Diría roja directa. Pero en realidad necesitaríamos un VAR que capte a todos los jugadores. O sea, partamos del hecho central: tuvimos un gobierno siniestro que en solo seis días apostó por la represión abierta, por tomar el Canal 7, que comenzó el asalto a las instituciones del Estado de derecho. No nos confundamos, no fue un episodio menor, intentaron desmontar la democracia.

—Ese fue el foul artero, digamos…

Exacto. ¿Qué vemos en el VAR? De un lado, mucho del liderazgo del país calladito o entusiasta de semejante foul. Muchos esperando ver quién ganaba, llamados pusilánimes a la estabilidad, la Confiep poniendo ministras, o la policía que antes no disparaba a matar y solo bastó una orden de Merino o Ántero para que abrieran fuego contra la gente, o el liderazgo tipo Raúl Diez Canseco y Vitocho aupando a un individuo como Merino sabe Dios con qué interés, o personas como Fernando Rospigliosi y Jaime de Althaus, deslegitimando las marchas y celebrando la acción del gobierno […]. Es muy fuerte constatar que vivimos rodeados de gente a quienes les gusta la tiranía o, al menos, no les parece tan grave. De hecho, yo creo que la derecha peruana con este episodio ha demostrado que no le teme a la izquierda, ¡le teme y le repugna la gente! Ahora, del otro lado, está el país real y me saco el sombrero: esos jóvenes que habían sufrido la violencia estatal y no arrugaron, nos defendieron y ganaron. O tantos periodistas presionados por los dueños de comunicación siguieron haciendo su chamba. O gente como Pilar Mazzetti y Fabiola León-Velarde que dijeron yo no sirvo a un gobierno antidemocrático. Y el país en general, 90% en contra de la aventura de Merino, todas las clases sociales, y más de tres millones de personas participaron en algún tipo de protesta. (Por eso te digo que a la derecha le repugna la gente y no la izquierda). ¡Y además Susana Baca encerrada graba un discazo y gana el Grammy! Todo eso es extraordinario. El país real es mucho mejor que el país dirigencial.

—La respuesta policial a las manifestaciones y sus consecuencias trágicas han derivado en un maniqueísmo respecto a las responsabilidades sobre estos hechos puntuales: si no eximes a la policía de esas dos muertes, estás en contra de la institución. ¿Cómo se resuelve este sofisma?

Lo interesante es que, en tanto politólogo, ese debate prueba que el gobierno de Merino se salió de los cauces democráticos. Toda la literatura sobre las transiciones de los autoritarismos a las democracias se sostiene en ese dilema, uno en que las Fuerzas Armadas te dicen: “Deja de jorobar con lo de las violaciones de DD.HH. o te desequilibramos la democracia”. Pero aquí no hubo la institucionalización de una dictadura, es un falso debate. La justicia tiene que hacer su chamba sin negociaciones.

El COVID-19: 37 mil muertos y que siga la fiesta

—Se ha comparado la gravedad de los tiempos que vivimos con aquellos de la Guerra con Chile: severa crisis y una clase dirigente que no está a la altura. ¿Son tiempos iguales pero diferentes?

Es impresionante la capacidad de sacarnos los ojos en medio de la debacle. Acuérdate de Prado, que viaja supuestamente a comprar armas, Piérola aprovecha y le da un golpe, y con el enemigo ya controlando el Perú se pelean todos contra todos, Cáceres, Iglesias, Piérola, en un país capturado por los chilenos. Más de un siglo después, tenemos lo mismo, políticos tratando de arrancharse el poder, de ponerse la banda sobre un país hecho fosa común. Es descorazonador. Uno siente que por mucho esfuerzo que hagamos es un destino negro, ¿no?, como en la canción de Radiohead, “gravity always wins”.

—A las deficiencias penosas del sistema de salud se suman los laberintos burocráticos que complotaron contra la compra de la vacuna. ¿Por qué un país que maneja tan bien sus reservas es incapaz de atender la razón de ser más primordial, la vida?

¡Exacto! Fíjate, el mismo país, en la misma coyuntura, logra endeudarse a cien años con tasas históricamente bajas en los mercados internacionales, pero, simultáneamente, fracasa en comprar vacunas. Es alucinante. Lo que estás preguntando de hecho podría formularse así: ¿por qué todo el Estado no puede ser como el BCR? Porque, ojo, y en un balance de año como este es fundamental mencionarlo, la chamba del BCR y Julio Velarde es extraordinaria, la estabilidad de la moneda, la liquidez inyectada, la estabilidad en el sector financiero, todo eso es fundamentalísimo y a veces siento que no se lo valora lo suficiente. Pero, bueno, creo que en el resto del Estado no tienes actores sociales que exijan con un peso semejante al que existe en los sectores económicos.

—Estamos por enterrar a 40 mil muertos por COVID-19 y proliferan las fiestas clandestinas, el reto al cierre de playas, y los planes de Año Nuevo prestos a burlar la ley y el sentido común. ¿Esto es darwinismo, fatiga pandémica, resignación ante el mal invisible?

Como diría Ántero, no tengo idea. Sobre todo, porque no es una actitud peruana. Fíjate, Francia, España, Brasil, Florida… la gente se fue a la calle con todo. A veces siento que la gente ha pactado sin decirlo, “ya que se muera a quien le toque, pero yo no soporto más el encierro”.

Elecciones, jóvenes y bicentenario

—Los jóvenes a la obra: se organizaron por Tik Tok, pusieron el pecho, no descartaron el humor, se tumbaron a Merino, honraron a sus caídos. Ahora, ¿qué sigue? ¿Qué le toca construir, ya no solo derribar, a la generación del bicentenario?

Ese es el gran tema de nuestra democracia. ¿Cómo transformar esa ciudadanía de circunstancia en una ciudadanía permanente? Y para eso necesitamos los canales que le den vida, un sistema de representación legítimo. No en vano los jóvenes gritaban que Merino y el Congreso no los representaban. No nos representan, pues. Aludes a la tarea titánica de reconstruir la representación política y creo que no hay fórmula mágica.

—La presidencia de Francisco Sagasti es un encargo, no necesariamente grato, pero puntual y perentorio. ¿Por una cuestión de supervivencia le convendría achorar su academicismo?

No, Sagasti queriendo ser achorado sería un despropósito, una falsificación que nadie creería. Lo que sí necesita es ser firme, peleador. Yo creo que no hay misterio, la gente valora a quienes gobiernan y no a quienes hacen el muertito o se arrodillan.

—¿Qué es lo mejor que podría pasarnos en el 2021?

Ojalá tengamos vacuna y vuelva el pollo a la brasa al centro de la mesa familiar sin que pasemos miedos. De la vacuna contra el canibalismo político no tengo noticias.

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“La representación atrofiada impide ver al otro”

—Sostienes que la ciudadanía sufre un trauma cíclico quinquenal: aparecen simultáneamente la amenaza radical que genera pánico y la búsqueda desesperada del mal menor. Lo triste es que, resuelto el pánico por un pelo, la sociedad vuelve a los comportamientos que precisamente alimentaron el radicalismo. ¿Estamos condenados a repetir esto en cada elección?

Es que no nos conocemos, entonces nos tememos. La representación atrofiada impide ver al otro. Entonces, si yo nunca me he cruzado con un votante de Verónika Mendoza o del Frepap porque vivo en San Isidro y fui a un colegio carísimo, su votante me resulta un alienígena, como diría la mujer de Piñera. Y los otros jamás se cruzan con un ppkausa, así que pueden imaginarlo de forma monstruosa. La segregación de nuestra vida social combinada con la atrofia representativa impide que tengamos una República de iguales, que se respetan y comprenden. En tiempo de elecciones se combaten, y en tiempos normales se ignoran. Ese es el virus que tiene a la República postrada en una UCI.

“Vivimos en un estado generalizado de extorsión”

—Las tomas de carreteras acompañadas por inaceptable violencia contra civiles, policías y hasta ambulancias desvirtúan la protesta pacífica amparada constitucionalmente. La convierten en extorsión. ¿Cómo se desactivan estas tormentas perfectas –y contagiosas– con las que el país suele cerrar cada año?

Pero es que vivimos en un estado generalizado de extorsión. Todo el mundo quiere arrancharle algo al Estado. No nos interesa la construcción de una ley común, todo el mundo quiere su excepción. Los agroexportadores quieren pagar la mitad de impuestos que tú y yo; los mineros de Madre de Dios quieren una ampliación para seguir depredando; Luna y Acuña quieren meterle cabe a Sunedu para seguir lucrando, los colectiveros ilegales quieren ser legalizados, y un largo etcétera. Entonces, la gente dice yo también le arrancho algo al Estado tomando carreteras. Obviamente, voltear ambulancias y las agresiones constituyen delitos y será tarea de fiscales encontrar responsabilidades, pero en tanto científico social lo que yo veo en ese delito es una forma de comportamiento extendida de John Rawls, tal vez el filósofo liberal más importante del siglo XX, que era que una sociedad ordenada es una que cuenta con una idea común y pública de la justicia. Nosotros no tenemos eso. Tenemos una idea particularista y clandestina de la justicia.

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