Javier Pérez de Cuéllar y Mijaíl Gorbachov reunidos, el 7 de diciembre de 1988, en la sede de la ONU en Nueva York. (Foto: AFP)
Javier Pérez de Cuéllar y Mijaíl Gorbachov reunidos, el 7 de diciembre de 1988, en la sede de la ONU en Nueva York. (Foto: AFP)
/ DON EMMERT
Álvaro de Soto

Esta columna de Álvaro de Soto, diplomático y exsubsecretario general de la ONU, fue publicada el 19 de enero del 2020 con motivo del cumpleaños número 100 del ilustre peruano Javier Pérez de Cuéllar. Ayer, el ex secretario general de la ONU y ex primer ministro falleció en su domicilio.

El inicio hoy del segundo siglo de en la tierra es una buena oportunidad para dar un toque de atención, suave pero profundo –como dijo García Lorca al presentar a Neruda en Madrid– al significado de su paso por esta. Ya conocemos su currículum vitae: me concentraré en aquello que dejará una huella imborrable, aquello para lo cual quizá fue puesto en la Tierra.

La Carta de las Naciones Unidas y el sistema de seguridad colectiva que encierra se establecieron sobre la base de una premisa intrínsecamente frágil: la colegialidad entre los aliados. Juntos ganaron la guerra: fragmentados quién sabe si lo lograban. Apostaron a que esa colegialidad continuaría en la paz, y para esto establecieron el veto, sin el cual no habría habido . Pero la colegialidad pronto sucumbió a las discrepancias ideológicas y la competencia geopolítica y el sistema entró en un período de hibernación –la Guerra Fría– que duró cuatro décadas.

Evitar la tercera conflagración global no fue poca cosa, pero la Guerra Fría tuvo un costo altísimo: el despilfarro de recursos en carreras armamentistas, nucleares y convencionales, la confrontación ideológica y geopolítica, las guerras indirectas a través de ejércitos y milicias locales y la paralización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y de su secretario general como potenciales agentes de pacificación.

Si bien el peligro de una confrontación nuclear entre grandes potencias se fue disipando tras la crisis de octubre de 1962 sobre los misiles en Cuba, las otras manifestaciones de la Guerra Fría que acabo de enumerar subsistían cuando Javier Pérez de Cuéllar asumió la secretaría general en 1982. Recordemos para muestra que Leonid Brezhnev y Ronald Reagan, guerreros fríos emblemáticos, lideraban las superpotencias. Los dos predecesores de Pérez de Cuéllar terminaron sus mandatos en la misma marginación en la que lo iniciaron.

Al asumir el cargo, Pérez de Cuéllar prometió consagrarse a resucitar el papel del secretario general, lo que parecía bastante optimista. Pero pasó a hacer precisamente eso, sin aspavientos. Su terreno no era el foro parlamentario propio de la diplomacia multilateral, sino el cenáculo y el contacto a cuatro ojos; prefería sugerir o insuflar, no prescribir o aleccionar. Combinando suavemente la empatía, la reticencia y la consideración, poco a poco fue convenciendo al Consejo de Seguridad de que él era su socio más cercano y confiable.

La primera señal de que las cosas podrían tomar un giro positivo fue en 1985 cuando apareció Mijaíl Gorbachov como líder de la URSS y dejó claro su deseo de retirarse de Afganistán y extender la mano a Occidente, pero le costó y tardó sobreponerse a los ‘conservadores’ comunistas. Pérez de Cuéllar, poseedor intuitivo de lo que los antiguos griegos llamaban kairos, el sentido de la oportunidad, redobló su trabajo paciente y difícil en varios conflictos.

En 1986, el último de los cinco años para los cuales fue nombrado, Javier Pérez de Cuéllar no tenía ganas de repetir el plato, aunque ya se sentía revivir tras el susto de una intervención cardíaca en mayo. Tenía entre manos varios expedientes, algunos manejados por él mismo junto con enviados de dentro y fuera de la secretaría, otros por grupos de estados en el marco del Consejo de Seguridad pero con su ayuda. Empezaban a asomarse señales promisorias que, empero, aún no se podían divulgar sin comprometer su éxito. Pérez de Cuéllar se esforzaba en tener a los miembros del Consejo de Seguridad al tanto de lo que hacía, lo suficiente para hacerlos partícipes, pero no tanto como para tentarlos a interferir y complicarle la tarea.

En la segunda mitad de 1986, faltando meses para que Pérez de Cuéllar se fuera, los cinco miembros permanentes –los ‘P5’– tuvieron la misma lectura: este no es el momento de cambiar de jinete. ¿Pero cómo convencerlo? Pues, con un gesto dramático e inusual: fueron a visitarlo juntos para pedirle que aceptara un segundo período. Fue la primera gestión conjunta de los P5 desde los años 40.

Javier entendió el simbolismo y la importancia del gesto; mal podía rechazarlo. El trabajo fino y paciente de su primer período dio sus frutos en el segundo, empezando a mediados de 1988. Los últimos tres años y medio del decenio de Pérez de Cuéllar en la secretaría general fueron el período de solución de conflictos armados por la vía de la negociación más productivo desde la Segunda Guerra Mundial –una especie de explosión de paz en cadena: Afganistán, Iraq-Irán, Angola, Namibia, Nicaragua, Camboya y, a la medianoche de su último día como secretario general, El Salvador– para no hablar de Mozambique y Guatemala, concluidos bajo su sucesor pero iniciados durante su período. Nada comparable hubo ni antes ni después.

Paso a lo medular, anunciado en el título de este artículo. Hay quienes dicen que tal o cual líder “ganó la Guerra Fría.” Se menciona a Bush (padre), Reagan, Gorbachov, a veces Juan Pablo II. Aparece también (con una cierta ironía) aquel alto funcionario de Alemania del Este que por un desliz verbal precipitó la caída del muro de Berlín.

Interesantes conversaciones de salón, pero un poco despistadas. La expresión ‘Guerra Fría’, atribuida a Walter Lippmann, es típicamente un término de periodista -intenta capturar un fenómeno complejo y difícil de explicar en una formulita de dos palabras fácil de recordar– pero imprecisa y engañosa. Errada, en todo caso, respecto de su principal característica: no hubo guerra entre las grandes potencias. Hubo algunas guerras en la periferia, pero sin personal militar de las grandes potencias.

La ‘Guerra Fría’, entendámoslo, es una metáfora. Si no fue así, que alguien me diga ¿adónde fue el Waterloo de la Guerra Fría? ¿Y en qué fecha? ¿Cuándo cayó el muro de Berlín? ¿Cuándo se disolvió la URSS? ¿Cuándo se desmanteló el Pacto de Varsovia? ¿Cuándo por primera vez hubo una reunión del Consejo de Seguridad en la cumbre, el 31 de enero de 1992?

No respondan a esa pregunta retórica. No es que un día estábamos en Guerra Fría y al siguiente ya no, como cuando un año sigue a otro a la medianoche del 31 de diciembre. El fin de la Guerra Fría no tiene fecha porque no fue un acontecimiento sino un proceso, o más precisamente un conjunto de procesos y sucesos que se fueron desenvolviendo, poco a poco, en paralelo, en varios lugares y a varios niveles, a veces con marchas y contramarchas. La Guerra Fría no terminó abruptamente; se fue desenrollando, poco a poco, en diminuendo, como dicen los musicólogos.

Los simplistas que quieren glorificar a su candidato para el galardón de vencedor de la Guerra Fría sueltan que los acuerdos de paz obtenidos por las Naciones Unidas bajo la secretaría general de Javier Pérez de Cuéllar se lograron porque se terminó la Guerra Fría, como si hubiera una relación de causa y efecto entre un fenómeno y el otro, las Naciones Unidas como una especie de servicio de baja policía posconflicto.

Sin duda los cambios en Moscú fueron cruciales, y tal vez la política de Reagan los aceleró. Pero las soluciones a los conflictos armados no fueron ni automáticas ni inexorables. Las recetas de las grandes potencias para resolverlos no siempre fueron las mejores: por ejemplo, aquellas que propusieron para El Salvador en agosto de 1991 adolecían de graves defectos y Pérez de Cuéllar no les hizo caso. También hay que pensar, a la luz de la tensión que subsiste entre Rusia y Occidente, si la movida de la frontera de Europa hacia el Este fue manejada con la prolijidad necesaria.

En todo caso, la solución negociada de los conflictos armados requería la fina diplomacia de un conjunto de profesionales, bajo la égida de Pérez de Cuéllar, para forjar soluciones que crearon, entre esas soluciones y la distensión entre aquellas potencias, la sinergia que permitió que estos fenómenos paralelos se nutrieran mutuamente.

Espero que algún día los historiadores estudien seriamente y en profundidad cómo y de qué manera se dejó atrás la Guerra Fría. Sin duda Bush y Gorbachov encontrarán su lugar. Si van al fondo, confío en que descubrirán el aporte decisivo de Javier Pérez de Cuéllar. Ese es su lugar en la historia.

(*) Álvaro de Soto es diplomático, exsubsecretario general de la ONU.

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