(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Fernando Vivas

Un día antes de su suicidio, dijo que buscaba un sitio en la historia. Único, orador y conocedor del pasado nacional como ya no los había, de ego colosal como lo describió un diplomático de Estados Unidos en un reporte a su matriz, el dos veces presidente murió cumpliendo su augurio. Apeló a una corte distinta a la del juez de primera instancia al que le tocaba ver su pedido de detención preliminar, una corte mayor que la Suprema y que el Tribunal Constitucional; apeló a la ‘historia’, en esa acepción de corte popular inmanente que tiene para líderes como Fidel Castro, que lo formuló con esta frase: “La historia me absolverá”.

García no nos ha dado un día de agitación judicial más, como los que vivimos con Alberto Fujimori y su hija Keiko, con Toledo, los Humala o PPK, sometidos a mandatos severos de la justicia. Nos ha dado una tragedia que obliga a hacer una pausa reflexiva y responder una pregunta que es a la vez de coyuntura y de historia larga: ¿se nos fue la mano en la lucha contra la corrupción o se le fue la mano a él, literal y fatalmente, cuando se disparó en la cabeza? Los periodistas seguiremos cubriendo los procesos asociados al ex presidente con rigor, para que cada cual, informado, se responda esa pregunta sin incentivar odios y polarizaciones.

García irrumpió en la política muy temprano, en las escuelas formativas de su gran partido. Fue elegido por Haya de la Torre como su delfín y, tras la derrota de Armando Villanueva en 1980, fue el candidato de fuerza en 1985. Arrasó en las urnas y el izquierdista Alfonso Barrantes, que llegó a la segunda vuelta por poco margen y sin posibilidades de revertirlo, se retiró y nos ahorró una inútil elección confirmatoria. La izquierda nunca volvió a ser generosa con el Apra; por el contrario, fue némesis de García.

El primer gobierno tuvo gestos audaces y resultados terribles. Nos inflamos y recesamos mientras vivíamos un trance de terror que no era atribuible a la gestión aprista. Sendero Luminoso y luego el MRTA desplegaron sus métodos de violencia ciega y sin concesiones. García enervó la política y, ya distanciado de la izquierda, se peleó con la derecha cuando pretendió estatizar la banca. Despidió su gobierno apoyando a un desconocido Alberto Fujimori con tal de frenar a Vargas Llosa. Fue una suerte de anticipo de uno de sus célebres acertos: que no podía decidir quién sería presidente, pero sí quién no lo sería.

Vino una década de persecución judicial y política. La primera tuvo grandes avances probatorios pero se frustró en el Congreso. De la segunda se puede hablar pues, en el golpe fujimorista del 5 de abril de 1992, García fue casi detenido arbitrariamente, se asiló en la sede diplomática de Colombia y obtuvo permiso para viajar a ese país. Su exilio fue largo, todo lo que duró Fujimori en el poder y, salvo el núcleo duro del aprismo, se llegó a pensar que no tenía sentido que retornara a la brega electoral. Pero, una vez que el empresario Alfredo Zanatti, que había confesado recibir dinero ilícito en nombre de García, se desdijo aduciendo que Montesinos lo había presionado para que dijera tal cosa, el ex presidente regresó y, contra los pronósticos, llegó a la segunda vuelta del 2001 junto a Toledo. No ganó, pero obligó a adoptar otro aserto que se repite desde entonces: no existen cadáveres en la política.

–Alan vuelve–
En el 2006, García le ganó a Humala en las elecciones y se montó, eficazmente, sobre una ola de crecimiento que le permitió reducir la pobreza y sortear conflictos sociales, salvo uno que marcó su gobierno, el de Bagua. La política de puertas abiertas a la inversión extranjera legitimaba visitas a Palacio y fotos con los ejecutivos de Odebrecht y otras empresas constructoras y proveedoras de servicios. No hubo escándalos ni revelaciones de actos colusorios de funcionarios del régimen con esas empresas, salvo intrigas enrevesadas de espionaje y tráficos de influencias en los rubros del cemento, el petróleo y la infraestructura hospitalaria.

García cerró el 2011 con cifras en azul y estaba pronosticado un retorno holgado en el 2016, si no hubiera sido por la mutua oposición con el régimen humalista. Dimes y diretes que destaparon algunos actos de corrupción, pero ninguno tan devastador para la judicialización y criminalización de los políticos como el escándalo Lava Jato. La polarización enervada en la campaña generó presión para que el cerco judicial, ya cerrado sobre otros líderes políticos como Toledo, los Humala, Keiko Fujimori y recientemente PPK, se cerrara también sobre García. El ex presidente tenía una frase para replicar a todos los que lo confrontaban con los recuentos de estas pesquisas: “Otros se venden, yo no”.

García intentó, en noviembre pasado, escapar a ese cerco buscando asilo en la casa del embajador de Uruguay. Al ser rechazado, el cerco se siguió cerrando y escapó trágicamente a él, conjurando su detención preliminar en un acto que sus partidarios califican de suicidio por dignidad y por honor. Parafraseando su réplica usual: otros fueron detenidos y apresados, él no.

Se nos fue, tristemente, medio siglo de historia con un testigo privilegiado que tenía una memoria prodigiosa para evocar sus actos, sus encuentros con personalidades y hasta incidencias de la política menuda. Se nos fue, qué lástima, sin dejar un testimonio ordenado de su paso por la vida nacional. Se fue planteando nuevos retos a la búsqueda de la verdad y a la justicia, una búsqueda que habrá de sobrevivirlo.