(Foto: PCM)
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José Carlos Requena

Hasta algunos años, se hablaba de liderazgos regionales reflejados en sólidas personalidades que llegaban a forjar proyectos políticos de diversa envergadura. La jerga política los llamaba “caciques” y solían ser cortejados por las fuerzas políticas nacionales en procura de afianzar su enraizamiento. De hecho, la campaña presidencial del 2016 se distinguió porque todas las planchas con posibilidades incluían a algún gobernador, ex gobernador o líder regional.

De alguna manera, quienes ocupan hoy las más altas esferas del Poder Ejecutivo, el presidente y el primer ministro , responden a este perfil, con expectativas que trascendían el espacio regional; en sus casos, se agrega el ostentar una gestión exitosa.

No se entiende, por ello, la razón de que el debate nacional siga ajeno al proceso electoral actual, en que se renovará el liderazgo político del país. Como se sabe, en menos de dos meses, el país se enfrentará a la necesidad de componer una nueva promoción de gobernadores, inédita debido a la prohibición de reelección. Es poco lo que se sabe de ellos y aun menos de quienes conformarán los consejos regionales. Craso error.

Aunque se suela negar o disimular, la regionalización basada en los antiguos departamentos, planteada desde el 2002, le ha dado creciente poder a los gobernadores regionales. Poder que quizás no siempre se traduzca en fondos, pero que sin duda nunca carece de posibilidad de ejercer un veto. No es poca cosa, en un país en el que importantes proyectos se dan lejos del eje de influencia capitalino, donde las relaciones públicas pesan poco y los actores formales son un referente lejano.

Serán los gobernadores regionales de Moquegua y Cajamarca, por ejemplo, quienes apuntalarán o sabotearán los importantes proyectos mineros Quellaveco y Michiquillay, respectivamente. Serán también responsables, en gran medida, del rumbo que tome la reconstrucción en la costa norte.

Cerca de Lima, en el Callao, las nuevas autoridades mostrarán si tantos recursos en un territorio pequeño (el principal puerto y aeropuerto del Perú, en solo 150 km2) son un estímulo para el desarrollo o, por el contrario, un incentivo para gestiones opacas.

Las elecciones regionales de octubre brindan un espacio inmejorable para que el Ejecutivo evalúe ese perfil bienintencionado de dotar de recursos indiscriminadamente, que ha caracterizado sus primeros meses de gestión. Sin que exista certeza sobre la fiabilidad de las gestiones que deben administrar montos no desdeñables, es poco lo que se puede esperar de los esfuerzos que el sector público procure implementar. De no corregir este rumbo, la ineficiencia, cuando no la inmoralidad de estos caciques 2.0, será el sello ineludible de cualquier iniciativa gubernamental.

A propósito, y ya que la democracia plebiscitaria se ha puesto de moda, ¿no vale la pena retomar la formación de regiones, que debía hacerse vía consulta popular, según estipulaba la Ley de la Bases de la Descentralización (artículo 29)?