(Ilustración: El Comercio)
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Jaime de Althaus

Del Congreso que elegiremos dentro de tres semanas dependerá que la lucha anticorrupción desatada en el último año y medio, con consecuencias beneficiosas para el gobierno y fatales para algunos corruptos pero también para actores políticos de oposición, alcance un signo positivo o negativo. Es decir, que se concrete en avances institucionales efectivos o que, en su defecto, solo haya servido como ilusión justiciera pasajera o como instrumento de populismo político o como canalización judicial de venganzas, como ha advertido Max Hernández.

En lo que se refiere a la persecución penal de los delitos, la lucha anticorrupción ha dado la impresión de que hasta los más poderosos pueden caer, lo que no es poca cosa en un país como el nuestro, pero ha llevado a prisión preventiva a líderes políticos por aportes de campaña que no eran delito, en lugar de concentrarse en los sobornos que sí lo son. En lo político, sirvió para la consolidación de Vizcarra y la eliminación de la oposición. En términos institucionales, sirvió para plantear ambiciosas reformas, pero el balance hasta ahora es negativo: no reelección de congresistas y autoridades, cierre inconstitucional del Congreso, derrumbe del único esfuerzo de construcción partidaria de los últimos 15 años, y una Junta Nacional de Justicia demorada y mediocre.

Lo que significa que la tarea principal del Congreso complementario será la de fiscalizar el avance de la reforma del sistema judicial para asegurar que dicho sistema no siga siendo precisamente el núcleo de la corrupción, y, en lo normativo, mejorar las reformas ya promulgadas relativas a los partidos y aprobar las reformas pendientes relativas a la gobernabilidad.

Pues se trata de obtener partidos serios que recuperen la confianza de la opinión pública. Para ello tienen que poder captar a los mejores ciudadanos, capitalizar la voluntad de servicio. En la era de las redes sociales, posindustrial y posclasista, cuando los partidos han perdido poder intermediador y ya no representan clases sociales ni grandes ideologías, los partidos solo son viables como plataformas ligeras, de fácil conformación (sin tanto requisito como comités, etc.), que canalicen la voluntad de servicio de grupos y personas que quieran ejercer poder político, y que puedan formular programas de gobierno sustentados en estudios, para no improvisar. Para ello, debe permitirse el financiamiento privado transparente –acaso por medio de fondos– y ‘think tanks partidarios X impuestos’.

Y para que la democracia representativa pueda competir con la democracia directa de las redes y las encuestas, y no se deje aplastar por el populismo, se requiere pasar a distritos electorales pequeños (uninominales o binominales) en los que los representantes tengan contacto directo con los representados.

Además, para no repetir la nefasta confrontación de poderes que anula la gobernabilidad, dos reformas –fuera de la bicameralidad–, planteadas por la Comisión Tuesta, son indispensables: elegir al Congreso junto con la segunda vuelta, para que el Ejecutivo tenga muchas más probabilidades de tener mayoría, y que el Congreso solo pueda insistir en una ley observada por el Ejecutivo con los 2/3 de los votos, para reforzar el veto presidencial ante leyes inconvenientes.

Así, lo ocurrido habrá sido un proceso de destrucción creativa y no de destrucción a secas.