Diversas bancadas se pronunciaron luego de que Fuerza Popular retirase la moción de censura en contra del presidente del Congreso, Daniel Salaverry. (Foto: GEC)
Diversas bancadas se pronunciaron luego de que Fuerza Popular retirase la moción de censura en contra del presidente del Congreso, Daniel Salaverry. (Foto: GEC)
Jaime de Althaus

Lo interesante e inquietante a la vez del debate de la reforma política es que entramos en una zona en la que las soluciones son muy inciertas, entre otras razones, porque un elemento central de la democracia, como los partidos políticos, ya no son ni volverán a ser lo que eran. De todos modos, es hasta ahora inimaginable una democracia liberal sin partidos. No podemos postular que en cada elección se pueda presentar quien quiera sin partido y gane el que pueda, como espermatozoides en carrera al óvulo. En ese sentido, un objetivo de la reforma política sigue siendo pasar de la multitud de partidos cascarón, o en el mejor de los casos personalistas que tenemos ahora, a un número menor de organizaciones algo más institucionalizadas, activas y con capacidad de propuesta. Eso no es imposible.

¿Cómo ayudamos a reducir el número de partidos? Retirando la inscripción a los que no participan en todas las elecciones, subiendo la valla congresal a las alianzas y yendo a un sistema de distritos electorales pequeños, uni o binominales. Esto último obliga a los partidos pequeños a juntarse con otros para tener chance de ganar en alguna circunscripción. Pero, además, acerca al ciudadano a su representante enraizando la democracia –algo fundamental en el Perú–, ayuda a la integración política vertical en un país feudalizado, y tiene una ventaja adicional: facilita la formación de una mayoría parlamentaria que le permita al Ejecutivo aplicar con mayor efectividad su plan de gobierno. Es decir, facilita la gobernabilidad.

Ignazio de Ferrari, sin embargo, argumenta que un sistema de distritos uninominales en el Perú llevaría al autoritarismo, porque un presidente con mayoría en el no se podría contener. Es un fatalismo que, además, no considera el juego de contrapesos. El bicameralismo por ejemplo. Si la cámara baja quisiera aprobar iniciativas autocráticas, el Senado puede frenarlas. Y esto porque el Senado no sería elegido mediante distritos pequeños, sino en distrito nacional o en macrorregiones, de modo que no tendría la misma concentración mayoritaria de diputados. Tendría otra configuración política. Más aún si se recoge la interesante propuesta de De Ferrari de elegir indirectamente una parte de ese cuerpo.

De Ferrari propugna un Ejecutivo sin mayoría en el Congreso, un desafío a los dioses que ningún sistema político busca porque dificulta la aprobación de las leyes o lleva a la confrontación entre los poderes, que suele terminar en golpes o vacancias. Para evitar esos escenarios, De Ferrari plantea una solución idealista: institucionalizar el consenso. Que a inicios de cada quinquenio presidencial, el Ejecutivo, el Congreso y los gobiernos regionales estén obligados a sentarse a la mesa para definir un conjunto de grandes prioridades legislativas para el período, tales como la competitividad del país, el combate a las desigualdades desde la educación…

Es un mecanismo basado en la buena fe de las partes, y en torno a prioridades muy generales a las que nadie se podría oponer. Algo así como el Acuerdo Nacional. Pero a la hora de desagregar esos temas en leyes y reformas concretas, comenzarán las diferencias. Lo que necesitamos no es un mecanismo desiderativo, sino uno funcional, basado en mayorías y contrapesos. El Perú requiere un Ejecutivo capaz de gobernar para salir del atraso y desarrollar el país.