En su columna,
En su columna,
Juan Paredes Castro

El Perú pasó a vivir en los últimos 25 años algunas supuestas fortalezas que, con el correr acelerado del tiempo, se han convertido, para tristeza nuestra, en debilidades.

Lo que es peor, bajo el amenazante fantasma de que no podamos revertirlas fácil y prontamente.

Recuperada de 12 años de dictadura (las de Velasco y Morales Bermúdez, de 1968 a 1980) y de 10 años de autocracia (la de Fujimori, del 90 al 2000), nuestra democracia aspiraba a ser más fuerte que todas aquellas de breve duración que, en el pasado, siguieron a regímenes militares. En efecto, los cuatro mandatos democráticos continuos, del 2001 a la actualidad, le concedían algunas buenas razones.

Sin embargo (aquí viene el problema), nuestra democracia no es la democracia fuerte que quisiéramos. Es más bien peligrosamente débil como institución, organización, representación y servicio. Además, débilmente sostenida en un sistema de partidos, donde, salvo Fuerza Popular, el Apra y Alianza para el Progreso, todas las demás “organizaciones políticas” son, en esencia, estados de ánimo.

El principio de autoridad perdido en el país se debe precisamente a la pérdida de fuerza de los mecanismos de poder coercitivo de nuestra democracia, cuando esta podría estar en condiciones de ejercerlos legal y legítimamente. De ahí que muchas veces se reclamen opciones autoritarias para resolver desbordes sociales, como si no tuviésemos las propias, las democráticas. No hay reconocimiento de autoridad ni capacidad de sanción. ¡Prevalece la impunidad!

Suponíamos, asimismo, que llegados a esta curva del nuevo siglo tendríamos una Presidencia de la República fuerte que hablara por todos y nos representara a todos, no solamente a quienes hicieron posible su triunfo electoral. Que tendríamos también una Jefatura de Estado alrededor de la cual pudiéramos unirnos y en la cual confiar el arbitraje de la compulsación de fuerzas de los demás poderes. Tenemos una presidencia más simbólica que real (que yo la llamo ficticia) y una Jefatura de Estado que duda mil veces, por ejemplo, de su facultad de indultar, como si esta no le fuera propia, sino de los que, en nombre de particulares simpatías, diferencias y odios, pretenden decirle lo que tendría que hacer al respecto.

Nuestras Fuerzas Armadas tienen, sin duda, el monopolio de la fuerza y del poder de fuego en defensa del territorio, del Estado y del orden interno. Sin embargo, muchos de sus miembros son injustamente arrastrados a los tribunales por acusaciones y “testigos” reñidos contra todo debido proceso, como en los casos de la liberación de rehenes de la embajada japonesa y la liberación por la Marina de Guerra del penal de El Frontón, que había caído en 1986 bajo control de Sendero Luminoso, como casi todos los grandes centros penitenciarios del país.

¿Podemos pedir a ese monopolio de la fuerza y del poder de fuego una intervención efectiva en el Vraem que no termine luego en el enjuiciamiento de todos los que valerosamente quisieran sacar de allí a terroristas y narcotraficantes?Vistas así las cosas, en brochazo rápido: ¿no es que hasta las fortalezas de nuestra economía se han vuelto débiles?

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