El mensaje del presidente Humala fue muchas cosas, pero si tuviésemos que privilegiar un solo adjetivo para describirlo, sería este: autocomplaciente.
Con esto no queremos decir que el presidente no tenga algunas razones para felicitarse. Estas razones sí existen y la principal de ellas no es nada desdeñable: durante estos dos años él ha mantenido el modelo económico que viene permitiéndonos acumular ya largos años de crecimiento y –más relevantemente– de reducción de la pobreza. Solo entre el 2011 y el 2012, conforme al INEI, 1’294.000 peruanos más han dejado de ser pobres.
Esto podría no haber sido así. Hasta pocos meses antes de ser elegido, el presidente Humala mostraba briosas ganas de instaurar en el país un modelo similar al que se aplicó en las décadas del setenta y ochenta, con los trágicos resultados que todos vivimos (aunque nadie tanto como los pobres, quienes entonces llegaron a formar una abrumadora mayoría de la población). Sin embargo, o porque era consciente de que no tenía un mandato ciudadano para estos cambios (a fin de ser elegido tuvo que abrazar la hoja de ruta), o porque comprendió que sin inversión no hay crecimiento en el cual incluir, el presidente Humala, pese a algunas costosas contradicciones, ha mantenido las grandes líneas de un modelo económico responsable, con los buenos resultados arriba mencionados.
Ahora bien, también es cierto que hay un límite para lo que uno puede complacerse si su principal éxito consiste en no haber arruinado algo –las estructuras pro crecimiento– que uno no hizo, sino heredó. Sobre todo cuando casi todos sus otros aciertos importantes están todavía sin completarse, o aún no llegan a contrarrestar las innecesarias torpezas que los precedieron. El primero es el caso de la Ley del Servicio Civil, una medida valiente con la que este gobierno ha abordado un problema central –el de la reforma del Estado– que los anteriores dejaron casi intacto, pero que todavía tiene que traducirse en una reglamentación –y, sobre todo, en una aplicación– coherente con su espíritu meritocrático. Lo segundo se aplica a las medidas dadas contra las barreras burocráticas que traban las inversiones, pero que llegaron solo luego de que el propio presidente pegase un enorme golpe a la confianza empresarial con el tema de Repsol y sus referencias, por ejemplo, al “modelo” de Hugo Chávez.
Por otra parte, aun cuando uno pudiese tener algunos motivos de complacencia en un campo, ello no lo autoriza para trasladarla a todos los demás. En el tema de la seguridad, por ejemplo, esta autocomplacencia resultó francamente insultante. El presidente habló como si la solución pasase por básicamente mantener las mismas supuestas reformas que, según él, habría emprendido su gobierno. Aparentemente, no entiende que si estas reformas han supuesto cambios reales (y eso no está claro), ellos no están funcionando, y que la situación de inseguridad ciudadana ha terminado de desbordarse bajo su gobierno hasta ser el principal motivo de rechazo a este en las encuestas. Para darse una idea de hasta dónde ha llegado esta situación, baste decir que en lo que va del año únicamente la redacción de este Diario ya ha sido golpeada cuatro veces por ella. Nuestro fotógrafo Luis Choy fue asesinado en la puerta de su casa, y lo mismo le sucedió al padre de una de nuestras periodistas en la notaría Paino. El padre de otra de nuestras periodistas fue baleado en Iquitos cuando intentaron robarle. Y este viernes nuestro columnista Carlos Meléndez fue apuñalado en las calles de Lima.
También en el campo de la política, por solo citar un segundo ejemplo, la autocomplacencia presidencial llegó a extremos de desconexión. El presidente llamó a mantener “la capacidad de indignación” como si el último gran escándalo político no hubiese sido protagonizado estelarmente por su propia bancada. Esto, al tiempo en que parecía no notar que la patética portátil que se había llevado a las galerías del Congreso para gritar “¡Ollanta dignidad!” a lo largo de su discurso solo servía para –ironías de la vida– mermar la dignidad de su figura y su gobierno.
Finalmente, el presidente dedicó de nuevo la mayor parte de su discurso a recitar lo que estaba entregando una serie de programas sociales, principalmente asistencialistas. Volvió así a dar la impresión de que él cree que estos son el mejor camino para acabar con la pobreza, cuando en realidad solo suelen servir para aliviarla temporalmente (una misión importante, pero no definitiva). Como ha demostrado un estudio de las Naciones Unidas, el 80% de la reducción de la pobreza que ha tenido el Perú en la última década se ha debido a las oportunidades generadas por el crecimiento. Lo que sin duda debería de servir al presidente para saber hacia dónde dirigir las mayores energías creativas de su gobierno cuando vuelva a no estar tan autosatisfecho como al menos simuló estarlo ayer.