Las conclusiones de la reciente asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa muestran un panorama sombrío para la libertad de expresión: cada vez es más fuerte el movimiento que busca amordazar las voces incómodas para los autoritarismos latinoamericanos, cuyos mayores exponentes son Venezuela, Ecuador y Argentina.
En Venezuela el acoso a los pocos medios independientes que sobreviven es pan de cada día. Un caso emblemático ocurrió en abril, cuando 150 motorizados que vociferaban consignas oficialistas lanzaron bombas molotov al diario “La Región”, mientras grupos armados amenazaban con quemar vivos a los periodistas. El presidente Maduro, además, no tiene empacho en mostrar su desprecio por la prensa, como cuando declaró que comprar el diario “El Nacional” “es como comprar ácido muriático y desayunar con eso todos los días”.
En el país llanero, asimismo, la censura toma múltiples formas. En mayo, la Asamblea Nacional decidió que su canal de televisión oficial sería el único autorizado a transmitir sus sesiones. En octubre, el gobierno creó el Centro Estratégico de Seguridad y Protección de la Patria, que puede declarar secreta cualquier información que considere importante para la seguridad nacional. Y los tribunales han llegado incluso a sancionar a dos diarios solo por publicar una imagen del deplorable estado de una morgue en Caracas, y ordenaron a uno de ellos que se abstenga de difundir imágenes de contenido violento, armas, asaltos o cadáveres (prohibición muy conveniente para un gobierno que quiere ocultar que desde que Chávez llegó al poder los asesinatos se han multiplicado casi por cinco).
En Ecuador tampoco falta creatividad cuando de perseguir a la prensa se trata. Se ha creado el novedoso delito de “linchamiento mediático”, el cual permite al Estado sancionar a los periodistas que critiquen a funcionarios públicos. Paralelamente, se han redistribuido las frecuencias del espectro radioeléctrico, con lo cual se han cerrado decenas de radios y canales de televisión incómodos para el oficialismo. Asimismo, el gobierno suele premiar a los medios afines contratándoles publicidad y entregándoles información, y castiga a los opositores iniciándoles procedimientos judiciales, administrativos y laborales.
El presidente Correa, al igual que su par venezolano, tampoco encuentra problemas en evidenciar su disgusto por la prensa libre. En setiembre, por ejemplo, durante su mensaje a la nación, rompió copias de tres diarios que lo habían criticado y amenazó con sancionarlos si no publicaban noticias de acuerdo con el “interés público”. Una actitud que no debería sorprender a nadie, viniendo de un gobierno cuyo secretario de Comunicación justifica la persecución a la prensa diciendo que “un jardinero debe podar todos los días la mala hierba”.
En Argentina, donde la presidenta declara abiertamente que “a veces pienso si no sería también importante nacionalizar [] los medios de comunicación”, la situación no es muy distinta. En febrero el gobierno ordenó a supermercados y tiendas de electrodomésticos que dejaran de hacer publicidad en los medios. Este boicot ha dejado a diversos diarios en una situación de déficit operativo. Y dicha estrategia se complementa con la distribución de la pauta estatal a favor de los medios afines al oficialismo.
A esto hay que sumar otros problemas. En Argentina se multa a quien difunda estadísticas distintas de las oficiales. El gobierno puede exigir información confidencial de los medios sin necesidad de una orden judicial. El oficialismo ha presentado un proyecto para expropiar las acciones de la única fábrica de papel para diarios del país. En los últimos cuatro años, el 96% de las nuevas licencias para radiodifusión se ha repartido entre medios estatales. Y, además, el gobierno ha emprendido una feroz ofensiva contra el Grupo Clarín. Entre otras cosas, se ha encargado de que los partidos de fútbol no se pasen en sus canales, ha acusado falsamente a la dueña del diario de haber secuestrado a sus propios hijos, hostiga a sus medios a través de la administración tributaria y, en el 2009, promulgó una ley con nombre propio para privar al grupo de buena parte de sus licencias de radio y televisión.
Lo más irónico de estas situaciones es que los mencionados gobiernos han tomado las medidas descritas en nombre de la “democratización” de los medios. Y decimos irónico porque no hay nada más democrático que el derecho de cada ciudadano de cambiar el canal o la estación que no le satisface, o de dejar de comprar el diario que no le convence. Un derecho que se le expropia cuando es el Estado el que determina qué medio subsiste y cuál no.