Redacción EC

Hay que tener cojones —y seguramente ‘buenos amigos’— para esconder más de cien kilos de cocaína en el Juan Sebastián Elcano, el emblemático buque-escuela de la Marina española, y navegar de vuelta a la península para llegar a tiempo a las festividades de la Virgen del Carmen, patrona de la Armada. La sola idea es de una audacia que desafía los límites de lo cinematográficamente verosímil. 

El cargamento, como se supo esta semana, habría llegado a la nave durante su escala en Cartagena, porque hay lugares más propicios que otros para embarcar el nuevo oro de las Indias. Y como otras locaciones favorecen los intercambios clandestinos, unas noches más tarde, mientras el barco visitaba , traficantes locales de nacionalidad colombiana recibieron veinte de los kilos que iban de contrabando en el navío a cambio de cien mil razonables dólares de flete. Días después, agentes estadounidenses atraparon a los colombianos, quienes tras enterarse de que tenían derecho a permanecer callados no dudaron en delatar a sus proveedores, que a esas alturas surcaban otros mares. 

Seis meses después de haber zarpado, el buque volvió a un puerto español. Los tres marineros detrás de este temerario plan evitaban mirarse mientras contenían las ganas de gritar que habían hecho la América. Se disponían a dejar la nave cuando agentes de la Guardia Civil, atados ya todos los cabos, les mostraron las esposas con las que pisarían tierra.

Son muchas las célebres ficciones inspiradas en quienes le apuestan a los descomunales réditos del narcotráfico. Desde “Caracortada” hasta ”, pasando por “”, son tantas las anécdotas, y en ocasiones tan insólitas, que vale preguntarse si esta generosa provisión de historias no es acaso la única razón verdaderamente plausible para defender la política de prohibición de las drogas que está en el origen de todas estas aventuras.

En Colombia, donde se producen exitosas series en torno al narcotráfico, se discute si llevarlas a la pantalla no es una incitación a seguir los atajos de estas mafias. La verdadera discusión, sin embargo, como ha sugerido —aunque tímidamente— el propio presidente Santos, es la que plantea el reto de acabar con la prohibición, reconociéndola por fin como un multiplicador del problema antes que como una vía de solución.