Vizcarra reiteró que la reforma política no es un capricho de una autoridad o de la población, sino una necesidad de la sociedad. (Foto: Presidencia de la República)
Vizcarra reiteró que la reforma política no es un capricho de una autoridad o de la población, sino una necesidad de la sociedad. (Foto: Presidencia de la República)
Juan Paredes Castro

Está prácticamente probado que mientras no baje la fiebre de la ‘encuestitis’ en el presidente , solo podemos verlo confundido entre sus mandatos de jefe de Gobierno y jefe del Estado. No sabemos muchas veces ante quién estamos realmente.

Su obsesión por mantenerse en el pico de la popularidad lo está llevando a alterar las prioridades de gobernabilidad y estabilidad del país, a tal punto que la propia institucionalidad a la que él busca fortalecer con su plan de reformas enfrenta un creciente grado de deterioro por la judicialización de la política y la politización de la justicia.

Gobernantes, legisladores, fiscales, jueces y procuradores vienen confundiendo sus roles a nombre de una división de poderes y de un Estado de derecho seriamente afectados.

De tanta presión presidencial sobre el Congreso por reformas a paso acelerado, los resultados pueden ser tan malos como la reforma judicial o como aquellas llevadas al referéndum (la prohibición de la reelección inmediata parlamentaria y el mantenimiento de la unicameralidad). Las reformas acabarán siendo así más una manzana de discordia que un proyecto maduro de vida política en común.

Los resultados serían muy distintos si, tratándose de las mismas reformas, tuviéramos frente a ella a un Vizcarra más envuelto en el aura de jefe del Estado que en el ímpetu de un capataz de fábrica de salchichas, exigiendo resultados legislativos en el corto plazo que él mismo no puede imponer a tareas tan urgentes como la seguridad interna, el transporte (hecho un caos) y la reactivación de las inversiones mineras.

Necesitamos ciertamente un jefe del Estado que serene, modere y conduzca la vida política del país; que propicie diálogos, negociaciones y acuerdos, por encima de las diferencias políticas coyunturales; que no salga a confrontar innecesariamente cada vez que Ipsos, CPI o Datum publica una encuesta que le es adversa. Un jefe del Estado capaz de plantear una reforma constitucional en su propio ámbito para el señalamiento y precisión de sus funciones como tal. Por ahora la Constitución solo le dice, que además de presidente, es jefe del Estado. ¿Con qué alcance? ¿Con qué prerrogativas?

Algo más: ¿dónde comienzan y terminan las funciones del presidente del Consejo de Ministros respecto de las funciones del presidente de la República? No sabemos si es un mero coordinador del Gabinete Ministerial, vocero o ayudante del presidente o un primer ministro, que para el caso le falta peso legal y constitucional. Solo lo es, por un momento, cuando acude al Congreso a exponer la política del gobierno y a plantear un voto de confianza. Luego desaparece a la sombra del presidente.

Haga, señor Martín Vizcarra, que quienes lo asesoran no agraven su mal de ‘encuestitis’ ni sigan condicionando a ella las tareas presidenciales. Pídales que lo hagan aterrizar en el suelo rocoso de nuestros grandes problemas: la alta criminalidad en las calles, las horas perdidas en el caos del transporte y el incierto horizonte económico, sin predictibilidad alentadora en las inversiones, en el crecimiento y en el empleo.