(Ilustración: El Comercio)
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/ Archivo El Comercio
Eduardo  Dargent

La reciente confesión de Dionisio Romero ayuda a entender la actitud crítica de una parte de la élite empresarial con los procesos anticorrupción. Saben que si los procesos continúan, en algún momento saldrán a la luz hechos que se quieren mantener enterrados; hechos que muestran la forma opaca en que se relaciona el poder económico y el político. Aun si no se trata de delitos, queda claro que el golpe reputacional es fuerte.

Paradójicamente, sospecho que más que de supuestos chavistas y antimineros son de estos casos de los que nace el sentimiento antiempresarial en el Perú. Empresarios que avanzan sus intereses zurrándose en las leyes parecen la mejor gasolina para estas críticas.

Esta situación me recordó la explicación de Alfonso Quiroz sobre cómo la corrupción es una causa de la debilidad institucional y estatal en el país. Por un lado, para todos es evidente que la corrupción es consecuencia de dicha debilidad, pues un Estado limitado y sin recursos no podrá ser efectivo al perseguir dicho flagelo. Pero también serán causa de dicha debilidad las élites corruptas o quienes han entrado en contacto con ellas y petardean procesos de fortalecimiento institucional. Despiden jueces, tumban burócratas honestos, desactivan o vuelven irrelevantes oficinas que persiguen el delito. O son indiferentes ante los ataques.

Sin soportes en la sociedad, los actores estatales sanos son carne de cañón. La historia muestra que en la mayoría de los casos estos procesos terminan fracasando. Las investigaciones de los casos Lava Jato y Los Cuellos Blancos del Puerto son el último episodio de esta saga donde también vemos abundantes esfuerzos por derrumbar lo avanzado. Pero en esta ocasión, por una serie de condiciones (y casualidades), el proceso continúa y los fiscales que encarnan el proceso siguen en sus posiciones. ¿Cómo colaborar a que, ojalá, salgamos de todo esto con una fiscalía y una justicia anticorrupción más sólida y respetada?

Pues intentando construir una demanda organizada para empujar el proceso de institucionalización. Una demanda que se oponga a los intentos de destruir lo avanzado. Así como grandes poderes formales e informales están contra esta posibilidad, no perdamos de vista que no es poco lo avanzado y que la ciudadanía y sociedad civil han logrado blindar (por ahora) el proceso. Hay que aprovechar este tiempo.

Una posibilidad adicional está en el próximo Congreso. Si llegan suficientes grupos que apoyen políticamente los procesos en curso y una agenda anticorrupción más amplia, pues podría darse un alineamiento positivo que incremente esta demanda.

No se trata de dar una carta blanca a la justicia anticorrupción. Hay errores y excesos que se deben vigilar y criticar. Pero sí es necesario reconocer el efecto saludable de los espacios sanos y profesionales del Estado. Visibilizan el poder fáctico, lo regulan y lo subordinan. Y, con suerte, contagian a otras instituciones para no retroceder. Esto, creo, es lo que está en juego en los próximos meses.