Por un buen tiempo el Gobierno y el gremio industrial pesquero estuvieron enfrentados a raíz del decreto supremo que estableció una franja de pesca de anchoveta entre las millas 5 y 10, la cual estaba reservada para embarcaciones de menor escala (de entre 10 y 32,5 metros cúbicos de capacidad). Hace unos días, sin embargo, la Corte Suprema puso punto final a ese enfrentamiento: declaró inconstitucional el decreto, permitiendo que la llamada pesca industrial (aquella formada por las embarcaciones medianas o grandes) pueda volver a operar a partir de la milla 5. Las primeras 5 millas quedan reservadas, como siempre, para la pesca artesanal (que utiliza embarcaciones de hasta 10 metros cúbicos de capacidad).
Ante semejante revés judicial, la ministra de la Producción, Gladys Triveño, ha criticado la resolución y sostenido que la eliminación de la segunda franja pone en riesgo la biomasa de anchoveta. La razón, no obstante, no acompaña en esta oportunidad a la ministra.
Para empezar, la Corte Suprema encontró que el ministerio no pudo acreditar con suficiente evidencia científica la creación de esa zona exclusiva para las embarcaciones de menor escala. Por ello, consideró discriminatoria la medida. Y no le faltaba razón. ¿Por qué el Gobierno tendría derecho a establecer restricciones para un grupo de empresas si no tiene pruebas objetivas y certeras de que tales restricciones son justificadas? ¿O es que ahora las normas se crean sobre la base de corazonadas en vez de razones?
Además, existe un indicio de que, por el contrario de lo que sostiene el ministerio, la pesca industrial a partir de la quinta milla no pondría en peligro a la anchoveta: hace décadas que viene faenando a partir de esa milla sin haber puesto en peligro a la biomasa.
Por lo demás, no es que no exista un mecanismo de protección de la especie. Ya hay uno puesto en práctica que debería ser suficiente. Se trata de la cuota global anual de pesca establecida por el Estado que fija el máximo que puede pescarse sin poner en peligro la biomasa, independientemente del lugar donde se pesque. Este sistema es complementado con cuotas individuales máximas por embarcación. Y a todo esto se le suman las vedas en otoño y primavera (que es cuando se da el mayor desove) que disminuyen aún más la presión sobre el recurso.
Son varias las cosas que preocupan en todo este asunto. Primero, que el Gobierno establezca alegremente límites a las empresas sin justificaciones objetivas de por medio. Segundo, que cuando la autoridad judicial descubre este tipo de errores el ministerio insista en los mismos y proteste utilizando argumentos falaces. Y tercero, que en toda esta discusión se pierda de vista aquello que realmente amenaza a la biomasa. Nos referimos a la pesca realizada por embarcaciones de menor escala (a las que no se les aplican cuotas, no se les controla satelitalmente, y cuya capacidad de bodega, sumada, es considerable) a las que el ministerio sí les había dado derecho a pescar a partir de la milla 5. Según el experto Francisco Miranda, esa flota habría capturado un 68% adicional a la cuota total permisible.
Si se quiere dar normas que apunten a ordenar racionalmente la explotación del recurso, habría que comenzar por ponerle una cuota global e individual a la pesca de menor escala, y cuando menos una cuota global a la pesca artesanal. Para financiar la supervisión de todas las naves, además, podría elevarse el monto que la pesca industrial paga por derechos de pesca a fin de aumentar los recursos del Instituto del Mar del Perú (Imarpe).
Paralelamente, debería terminarse con el sistema que permite que las pesqueras escojan y paguen a las empresas que las supervisan, pues este se presta a arreglos por debajo de la mesa. Más bien, el Estado debería tercerizar la fiscalización de todo el proceso de desembarque y de las plantas de procesamiento de harina industrial.
El Estado tiene entre sus misiones lograr que no se depreden los recursos del mar. Pero, en este caso, además de poner trabas a la industria, diese la impresión de que estaba fomentando lo opuesto.