Finalmente renunció el general Salazar. La noticia es buena: significa que por fin van a haber responsables por la tan costosa inoperancia con la que, hasta la fecha, se ha manejado el problema de la seguridad. No por ello deja de ser preocupante, sin embargo, la manera como un misterioso blindaje hizo sobrevivir al general hasta acá. Preocupante, porque parece revelar una manera de gestionar el Estado en que los vínculos y los favoritismos personales pesan más que los temas de fondo y los resultados (o la ausencia de estos).
Creemos, por lo anterior, que vale la pena recordar brevemente la historia de la asombrosa inmunidad que el general Salazar tuvo hasta hoy frente a cualquier tipo de responsabilidad, en la esperanza de que verla pueda despertar un sentimiento de pudor en el gobierno que impida la repetición de algo así en el futuro.
La vara y el blindaje del general Salazar con este gobierno comenzaron a mostrar su alcance aun antes de su nombramiento. No en vano este se produjo luego de que el Ejecutivo le allanara el paso dando de baja a 29 generales más antiguos con una excusa a la que el tiempo evidenció como falsa. Solo días antes, por otro lado, se había conocido públicamente la participación del general en una controvertida reunión: la que tuvo con la abogada Liliana Humala, prima del presidente, donde se discutió un desalojo del camal de Yerbateros que beneficiaría a un cliente de esta última. Su involucramiento en esta aparente gestión de intereses privados, no obstante, no privó al general de ser nombrado jefe de la Policía Nacional.
Luego vendría el escándalo de las Brujas de Cachiche. El general Salazar, cuando era jefe policial de Lima-Sur, participó en aquella controvertida reunión convocada por el vicepresidente Omar Chehade para coordinar otro desalojo el de la azucarera Andahuasi en favor de otra empresa privada. Las acusaciones de tráfico de influencias le costaron el puesto al vicepresidente, pero el escándalo dejó al general incólume en el suyo.
Posteriormente, en abril del 2012, se llevó a cabo la denominada operación Libertad, cuya finalidad era liberar a los empleados del proyecto Camisea que fueron secuestrados por senderistas en Kiteni. Al final de la operación, los trabajadores no fueron rescatados por los miembros de la policía, sino que fueron liberados voluntariamente por los terroristas. La fallida operación, asimismo, tuvo un saldo de ocho combatientes de las fuerzas del orden fallecidos. El cuerpo del suboficial César Vilca, como todos recordamos, hubo de ser rescatado por su propio padre. La prensa, además, mostró cómo se mandaba a combatir a nuestros policías con armas obsoletas, vehículos inadecuados y sin equipos de comunicación. Este incidente provocó la salida de los ministros de Defensa y del Interior. Pero al general Salazar nadie lo tocó.
Luego, el 25 de octubre del año pasado, ocurrió la catastrófica primera operación policial en La Parada, que terminó con dos muertos y más de 100 policías heridos. Como consecuencia, fueron separados de sus cargos seis oficiales superiores. No obstante, el general Salazar, jefe de aquellos, mantuvo su posición segura.
Finalmente, en los últimos días, los severos cuestionamientos a su gestión por la ola de crimen que sufre el país tampoco parecieron haberlo puesto en aprieto alguno con sus superiores. Como tampoco lo hizo, a su vez, la versión que dio sobre la persecución que nunca tuvo lugar a los asaltantes de la notaría Paino.
En la última semana, un reportaje de Cuarto poder mostró al general ufanándose de tener un acceso al presidente más directo y cercano que el de varios ministros del Interior y un reportaje de este Diario sostuvo que la resistencia en su puesto que venía mostrando se debía a su cercanía con un primo político de la primera dama, quien sería el principal asesor del presidente en temas policiales. Ante esta afirmación, el presidente mismo salió a defender al general, pero sin hacer siquiera el intento de demostrar cómo sus méritos hacían que este director general de la PNP (que había sobrevivido ya a tres ministros del Interior) mereciese su cargo (contra lo que las propias estadísticas oficiales sobre el crimen estaban enseñando).
Al final, sin embargo, mientras crecía la presión pública y se volvían más creíbles las amenazas de una censura en el Congreso al ministro del Interior, el general Salazar ha tenido que renunciar a su puesto, dejando, eso sí, la incógnita en el aire por la historia completa de las fuerzas que lo mantuvieron ahí tanto tiempo, pese a lo que fuese.