En el “Panorama laboral 2013” que presentó esta semana la OIT se lee que el Perú es el país donde más bajará el desempleo urbano en América Latina. Al mismo tiempo, sin embargo, el estudio resalta que el 68% de la población empleada peruana trabaja en la informalidad: no goza de seguridad social, no aporta a un sistema de pensiones y no tiene, en general, las protecciones propias de la ley laboral.

Para al menos una parte de nuestra izquierda, este persistente problema parece estarse volviendo en el argumento-salvavidas para atacar el modelo económico de mercado (más o menos) libre que nos ha venido rigiendo en las últimas décadas. Así, por ejemplo, una representativa voz de este sector decía hace poco, en respuesta a un editorial de este Diario, que el modelo generaba informalidad “porque prioriza las actividades extractivas y al sector financiero, despreciando al agro y a la industria manufacturera nacional”.

Aunque es cierto que las energías que esta izquierda dedica a buscar el resquicio desde el cual socavar el modelo habrían sido más respetablemente empleadas en realizar un severo mea culpa por las políticas que en los 70 y 80 masacraron la economía e hicieron retrasarse al país 30 años (vale la pena repetirlo: recién el 2006 logramos recuperar el PBI per cápita que teníamos en 1974), también hay que reconocer que, desde el punto de vista puramente político, esta búsqueda es comprensible. Después de todo, a la parte de la izquierda que se define por oposición al modelo este no solo le ha arrebatado el caballito de batalla de la pobreza (que a la fecha se ha reducido a un tercio de lo que llegó a ser cuando acabaron los 80), sino el de la desigualdad.

Y es que, en efecto, al menos si a los números nos atenemos, el mercado (relativamente) libre que tenemos ha tenido (pese al “relativamente”) grandes efectos redistribuidores en nuestra sociedad. Por ejemplo, entre el 2004 y el 2012 los ingresos por trabajo en Lima Metropolitana subieron en 46% , pero en el medio rural subieron en 100%: más del doble. Por otra parte, mientras los ingresos de quienes trabajan en las empresas de más de 51 trabajadores crecieron en 33% entre los trimestres setiembre-octubre-noviembre del 2005 y el 2013, los ingresos de quienes trabajan en las microempresas (entre 1 y 10 trabajadores) se incrementaron en 48% (cifras todas del INEI).

El reflejo de lo anterior en las estadísticas (también del INEI) de empleo adecuado y subempleo, por su parte, no es menos elocuente. Lo que ha ocurrido con el empleo adecuado, de hecho, es asombroso: prácticamente se dobló como porcentaje de la población ocupada en el área urbana entre el 2005 y el 2012, pasando de un 30% a un 59%. Y el subempleo bajó de 63% a menos de 37% (subempleados son aquellos cuya remuneración no cubre su canasta mínima vital o trabajan menos de 35 horas por semana).

Todo lo cual explica que el medidor internacional de Gini muestre que la desigualdad se viene reduciendo –en lugar de aumentando, como repiten vacíamente algunos– en el país. Y nos devuelve a donde partíamos: que es humanamente comprensible que los sectores mencionados se sientan ilusionados con el tema de la informalidad. Si “el modelo genera pobreza” no funcionó, y “el modelo genera desigualdad” tampoco, “el modelo genera informalidad” podría ser la solución.

Sin embargo, no lo es. De hecho, el argumento se vuelve como un bumerán contra la propia izquierda. Después de todo, las regulaciones laborales que nosotros tenemos son todo menos liberales. Según el Reporte Global de Competitividad, ocupamos el puesto 104 de 144 países en facilidad para contratar y despedir trabajadores. Lo que ayuda a explicar que el especialista Jorge Tomaya considere que nuestro régimen laboral es uno de los más rígidos de la región (que es a su vez, de las más proteccionistas del mundo). Por otra parte, los costos no salariales del empleo representan en el país el equivalente al 64% del sueldo. Y todo el peso de estar bajo los radares laborales estatales solo se ha agravado con la creación de la Sunafil y sus bastante discrecionales poderes para imponer multas draconianas.

No es entonces el mercado lo que está causando la informalidad. Es el Estado con sus desconectadas sobrecargas laborales. Las mismas que –dicho sea de paso–, conforme al presidente de ÁDEX, han sido la causa de que este año el número de empresas exportadoras que quebraron haya sido mayor al de las que se crearon (con la sola excepción del sector agroexportador, donde hay un régimen laboral especial y más flexible, que sigue boyante).

No está, pues, en la informalidad, el argumento salvador que la izquierda antimodelo quiere, sino solo otra de sus culpas.