No es un secreto que la inversión en investigación de ciencia y tecnología en el Perú es vergonzosamente baja: apenas 0,15 % del PBI. En Chile, en cambio, alcanza el 0,67%, y en Brasil 1,1% de un PBI mucho más grande. Y vista esta inversión per cápita, la comparación nos deja aun más rezagados: en Brasil es de US$92, en Chile de US$76 y en el Perú apenas de US$9.

Esto, naturalmente, tiene consecuencias. Las posibilidades que tiene una economía para agregar valor en sus procesos productivos están directamente relacionadas con sus descubrimientos científicos y sus adelantos tecnológicos. Es cierto que el Perú está desarrollando cada vez más pujantes sectores industriales y de servicios, y que no depende ya solo de la venta de sus recursos naturales, pero también lo es que parece condenado a agotar pronto este avance diversificador –y a caer así en la “trampa de los ingresos medios”– si no avanza en los campos de la innovación y el conocimiento.

Naturalmente, el principal esfuerzo en este sentido debería provenir del sector privado: él es el que está en contacto constante con los diferentes mercados (es decir, con sus clientes); es el que mejor conoce, por tanto, sus necesidades insatisfechas, y el que tiene los más directos incentivos para invertir en desarrollar bienes y servicios para satisfacerlas. Sin embargo, el impulso de nuestro sector privado en este sentido tiene un fuerte contrapeso en nuestro marco tributario poco favorable para la inversión en investigación, el mismo que no ha mejorado mucho con la norma, incompleta y complicada de aplicar, que se dictó hace pocos meses.

Todo esto hace particularmente perturbadora la noticia de que entre el 2004 y el 2011 nuestras universidades públicas hayan dejado sin gastar S/.1.700 millones que tenían específicamente para investigación en ciencia y tecnología, básicamente porque, al margen de algunos sinsentidos regulatorios, no sabían cómo hacerlo. En efecto, la ley del canon establece que los gobiernos regionales entregarán el 20% del total percibido por canon a las universidades públicas de su circunscripción para su inversión en este campo. Como resultado, entre el 2004 y el 2011 estas universidades han recibido S/.2.084 millones por este concepto. De todo eso, solo han podido gastar S/.387 millones, y ni siquiera en investigación propiamente dicha, sino en construcción y equipamiento para la investigación.

Ocurre que la gran mayoría de nuestras universidades públicas no tiene investigadores ni sabe cómo formular ni gestionar proyectos de investigación. Por eso, con las universidades públicas y con la investigación está sucediendo lo mismo que con muchos gobiernos locales y regionales y la infraestructura: los borbotones de dinero del crecimiento los han sorprendido de pronto, como un huaico, antes de que pudiesen desarrollar las capacidades técnicas y gerenciales que en el pasado no les habían sido necesarias pero que ahora les resultan imprescindibles para convertir todos estos recursos en algo valioso. De esta forma, ambos han acabado funcionando como represas de recursos que deberían de estar fluyendo hacia fines donde son muy necesitados.

Pues bien, a los mismos problemas sirven las mismas soluciones. Lo lógico sería que nuestras universidades públicas hagan con estos recursos que no pueden gastar lo mismo que están haciendo las mejores de las administraciones locales y regionales con los suyos: buscar afuera lo que no tienen adentro, abriéndose a iniciativas privadas en las que las empresas les arman y presentan los proyectos, y las administraciones eligen los mejores entre ellos. Esto podría lograrse constituyendo un fideicomiso al que vayan cada año los fondos del canon no usados por las universidades, para que luego este fideicomiso –siguiendo el ejemplo del también exitoso Programa de Ciencia y Tecnología (Fincyt)– llame a concursos de proyectos de investigación y financie a los ganadores.

No olvidemos que se trata, como bien se dice, de que el gato cace los ratones (en el caso de este dinero, que produzca conocimientos y tecnología para añadir valor a los procesos productivos nacionales), no de cómo lo haga. Si lo logra tercerizando la cacería porque se da cuenta de que aún no ha podido crecer las uñas suficientes para hacerlo él, sigue siendo mérito del gato.