La dispersión el día de ayer de los cientos de manifestantes cafetaleros que desde el martes tenían bloqueada la Carretera Central dejó un saldo de cinco manifestantes y un policía heridos. Este último fue aparentemente alcanzado en el pecho por una flecha que uno de los protestantes disparó contra él.
¿Por qué un grupo de productores decidió bloquear con piedras y tierra la principal vía de comunicación de la capital con el centro del país? Pues porque querían poner presión sobre el Gobierno a causa de una plaga –la roya amarilla– que ha destruido gran parte de sus cosechas. ¿Fue el Gobierno quien envió la roya amarilla a la selva central para destruir la producción de los cafetaleros? No. Pero de cualquier forma los productores sienten que sí corresponde al Gobierno –lo que en términos económicos quiere decir a todos nosotros, los contribuyentes– subsanar el daño que esta plaga les ha causado.
Los cafetaleros de la selva central, en otras palabras, quieren que los contribuyentes peruanos seamos sus socios forzosos cuando ellos tengan problemas en sus negocios (incluso en los casos en que, como ahora, estos problemas provengan de los riesgos propios del giro de estos negocios).
No está claro si en la visión de los cafetaleros debería extenderse este mismo tratamiento a cualquier tipo de negocio en problemas (podría no quedar ninguna carretera libre en el país si este fuese el caso y si el resto de los empresarios pensase como ellos). Pero sí está claro que piensan que al menos sus negocios deben estar incluidos en este sistema implícito de aseguramiento gratuito y que no ven problemas de límites en las cantidades que puedan llegar a estar aseguradas por este sistema: el Estado ya ha dado a los cafetaleros S/.100 millones para compensar las pérdidas provocadas por la roya amarilla y a comienzos de este mes anunció una ayuda adicional de S/.12 millones más. Y estas cifras quedan reducidas a muy poco si se tiene en cuenta que lo que los manifestantes piden es que el Estado, a través de Agrobanco, compre las deudas de 50.000 cafetaleros y les ponga viveros y nuevos plantones resistentes a la roya.
Naturalmente, todo esto no es más que un abuso (salvo, valga la precisión, en el caso de los cafetaleros que llegaron al negocio como parte del programa estatal de sustitución de cultivos y que no representan más del 12% de las hectáreas afectadas). Y un abuso que, encima de todo, viene mal camuflado. Así, por ejemplo, se dice que el daño es tan grande que solo el Estado puede repararlo. Pero hay una trampa en el verbo. El daño ya está hecho –la riqueza que representaban las plantas destruidas ha desaparecido para siempre– y el Estado no puede “repararlo”: solo puede “trasladarlo” a los contribuyentes, lo que no es lo mismo –ni tampoco lo justo–.
Por otro lado, no es del interés del Estado mantener vivo un grupo de empresas o “un sector” cuando esta manutención se da en base al dinero del público. Lo que al Estado tendría que interesarle es que sobrevivan las empresas que, por su propia cuenta, logran generar riqueza más allá de todos sus riesgos y todos sus costos, pues estas son las empresas que crean en la sociedad una riqueza que antes no existía en ella. En cambio, las que sobreviven solo gracias a la ayuda del Estado no crean nueva riqueza, sino que solo mueven una riqueza que ya existía del bolsillo de los contribuyentes a los de ellas mismas. Así pues, no debería haber ningún “sector” ni grupo de empresas cuya sobrevivencia sea “estratégica” para el Estado; lo único verdaderamente “estratégico” para este tendría que ser mantener funcionando al sistema que posibilita que surjan constantemente suficientes nuevas empresas como para que el balance de las que llegan a tener éxito y las que no esté siempre a favor de las primeras y, por lo tanto, a favor de la generación de nueva riqueza en la sociedad.
Cuando las cosas les funcionan, las empresas no distribuyen sus utilidades entre los contribuyentes. Y esto último no está mal: sus resultados son el fruto de su esfuerzo y de los riesgos que invariable y meritoriamente asume todo empresario (grande o pequeño). Lo que sí está mal es cuando el propio empresario deja de reconocer este riesgo como suyo y pretende endilgárnoslo a todos los demás.