Exactamente igual que algunas tribus antiguas, la Comisión de Constitución del Congreso parece creer en el poder mágico de las palabras. Así, ha decidido que invocar al agua es un buen camino para lograr incrementarla en el Perú: gracias a esta comisión, ahora tenemos un proyecto de reforma constitucional para incorporar al artículo 2 de nuestra Constitución el derecho fundamental al agua.

Naturalmente, esto no quiere decir que usted podrá demandar al Estado si, luego de aprobarse esta enmienda (en caso se aprobase), usted sigue sin tener agua. El “derecho al agua” es más bien un derecho-placebo: algo que se le da a quienes están en una situación de carencia y estrés para entretenerlos en medio de ella, pero no para solucionarla.

¿Por qué no podrá usted demandar al Estado si le falta agua luego de que se realice esta enmienda? Pues por la misma razón por la que no puede demandarlo ahora si le falta un trabajo, pese a que el “derecho al trabajo” está también consagrado en nuestra Carta Magna (y desde hace décadas). Es decir, porque ni el trabajo ni el agua son cosas que están simplemente “ahí”, listas y empaquetadas, esperando ser correctamente distribuidas por el Estado. Tanto las oportunidades de trabajo como el agua (al menos el agua asequible y utilizable) requieren de inversión y de buena gestión para existir y ser aprovechables. De donde se sigue que un congresista que de verdad quisiera que haya más de cualquiera de ambas cosas en el país tendría que estar legislando para que haya mayor inversión en ellas, en lugar de para tratar de cumplir con la tribuna con derechos mentirosos.

En el caso del agua, esto significaría crear el marco legal para que a las personas les resulte rentable gastar en desarrollar toda la infraestructura que hace posible almacenar el agua, procesarla cuando es necesario, y llevarla de donde está a donde se necesita. Y decimos a las “personas” porque la fórmula de encargarle al altruista Estado la expansión de la cobertura de agua en el país no parece estar funcionando bien: tenemos serios problemas de escasez de agua, pese a ser, según la FAO, uno de los veinte países con más agua del mundo (no usamos el 99% de la que poseemos).

¿Cómo generar entonces que haya más inversión y gestión privada en el agua? Pues, en el caso específico del agua potable, permitiendo que se concesione el negocio de su provisión. Y en el caso del agua en general, derogando la prohibición que impuso el velascato para que quien tenga derecho de uso de agua concedido por el Estado (explotaciones agrícolas, empresas mineras, industrias, granjas, comunidades campesinas, etc.) pueda revender el agua que le sobra a un tercero, de modo que tenga razones para invertir en ahorrar su agua (usando por ejemplo riego por goteo), en retenerla (construyendo reservorios) y en utilizarla (desarrollando sistemas de ductos). Esto, en lugar de simplemente “dejar correr” toda el agua que no usa. Con un sistema así, en Chile toda una ciudad –La Serena– ha llegado a ser abastecida de agua casi exclusivamente por privados.

Lo que en cualquier caso no se puede hacer con buena fe e información es seguir diciendo que “el agua no se vende” porque es “de todos”. Esa fórmula ya la venimos probando desde hace cuarenta años y el resultado ha sido que la mayoría de nuestra agua vaya a parar, año a año, al mar. Por otra parte, en el nivel específico del agua potable, el agua es solo de “todos” aquellos a los que llega la escasa –y muchas veces mala– cobertura de las empresas públicas. Para los demás, lo que hay es el agua del mercado negro. Y así es como en varias de las zonas más alejadas y pobres de Lima se paga por el agua (por ejemplo, a camiones-cisterna) hasta 12 veces más que en San Isidro.

Por lo demás, si lo que se busca metiendo el agua a la Constitución es más bien proveer a ciertas fuerzas de un caballito de batalla contundente para seguir bloqueando proyectos grandes, hay una manera más efectiva y menos engañosa de hacerlo. Declárenla patrimonio nacional. De esa forma la volverían igualmente intocable por nadie que no sea el Estado, pero se ahorrarían la crueldad de hacer creer a la gente que, siendo un “derecho constitucional”, el agua ya no podrá dejar de llegarle a todos.