El viernes pasado el Ejecutivo presentó al Congreso un bastante completo proyecto de ley del servicio civil. El proyecto significa el primer esfuerzo serio en mucho tiempo por abordar el problema de la competencia de nuestro Estado y dotarnos de los funcionarios eficientes y honestos que tanta falta nos hacen. No en vano un estudio del Foro Económico Mundial nos sitúa en el puesto 68 de 80 países en cuanto al nivel de competencia de los funcionarios públicos y otro del Banco Mundial nos coloca en el puesto 104 de 192 países en cuanto a efectividad del Gobierno (mientras que Chile, por ejemplo, ocupa el puesto 26).

No obstante lo anterior, creemos que, pese a todo lo bueno que contiene, el proyecto cojea en un aspecto esencial: el sistema de evaluación anual del desempeño de los funcionarios –y, por lo tanto, el método para decidir en el mediano plazo quiénes deben quedarse, quiénes deben ascender y quiénes deben partir del seno de la administración pública–.

Específicamente, el sistema de evaluación establecido presenta dos grandes problemas. El primero es que se trata de una evaluación desde “adentro”. Es decir, los funcionarios serán evaluados por otros funcionarios. Más precisamente, por “las Oficinas de Recursos Humanos, o las que hagan sus veces, y por la Alta Dirección”, de la entidad pública de la que se trate.

Podría pensarse que esto no es un problema. Después de todo, en la empresa privada los empleados también son evaluados por otros empleados (de mayor rango) de la misma empresa. Este argumento, empero, es engañoso. En la empresa privada hay accionistas jugándose su capital y exigiendo, consiguientemente, resultados. En el Estado nadie está gastando sus propios recursos –sino los de “todos”– y no hay, por tanto, quien tenga ese interés personal y siempre apremiante para que la organización funcione lo más eficientemente posible (es decir, sacando el mayor provecho a cada uno de los recursos disponibles).

Por otro lado, lo que sí hay en el Estado es otro interés (no presente en la empresa privada) que, al menos en el corto y mediano plazo, puede contradecirse con el de la eficiencia. A saber, el interés de los políticos detrás de la “Alta Dirección” en mantenerse y fortalecerse en el poder. Un interés que puede llevar, verbigracia, a que la “Alta Dirección” esté interesada en evaluar mejor y ascender a funcionarios que sean partidarios del régimen de turno o que estén dispuestos, por citar otro ejemplo, a ejecutar políticas de gasto clientelista.

Es verdad que la norma encarga a Servir (la entidad estatal creada para administrar el Servicio Público) darle a las entidades estatales los lineamientos de las evaluaciones y supervisar que los cumplan bien, y que ello podría lograr neutralizar al menos el problema de la politización si se lograse que Servir alcance la independencia que tiene, por ejemplo, el BCR. Pero lo cierto es que a la fecha Servir no es el BCR.

El segundo problema, por otra parte, es que, en la mayoría de los casos, los funcionarios encargados de hacer las evaluaciones no poseerán los conocimientos técnicos necesarios para saber si sus evaluados hacen su trabajo bien o no. En efecto, ni “las Oficinas de Recursos Humanos” ni las (por lo común) políticamente nombradas “Altas Direcciones” de las diferentes entidades públicas suelen estar formadas por personas con conocimientos técnicos del trabajo que van a evaluar. La Presidencia y la Gerencia General de cualquier reguladora, por ejemplo, no tienen por qué saber cuáles son los mejores métodos para calcular, digamos, tarifas de servicios públicos.

Es cierto que este segundo problema podría solucionarse cambiando a los funcionarios encargados de hacer las evaluaciones técnicas. Pero el primer problema –el supuesto porque la evaluación sea “desde adentro”– sí no es sorteable desde el mismo sector público (al menos no en el actual estado de cosas). Ambos problemas, por otra parte, podrían solucionarse si se tercerizan las evaluaciones del servicio civil, contratando para llevarlas a cabo a consultoras, universidades y empresas especializadas.

Por lo demás, cuando uno está en la grave situación de buena parte del Estado peruano, cualquier esfuerzo de autorreforma se vuelve mucho más creíble si se dejan las labores de certificación de las deficiencias y mejoras a alguien más. Después de todo, en nuestro Estado conviven, junto con las ganas de cambiar, las fuerzas que lo llevaron a estar tan requerido de reformarse en primer lugar. Por algo, en fin, escribió alguna vez Quino que “nadie es buen Sherlock Holmes de sí mismo”.