La Sociedad Nacional de Industrias (SNI) ha tenido una respuesta curiosa frente al anuncio del ministro de Agricultura, Milton von Hesse, del retiro de los subsidios que año a año el Estado les viene pasando a los productores algodoneros a fin de que puedan mantener sus márgenes y permanecer en el mercado (subsidios que solo en los últimos tres años sumaron S/.240 millones). “Se pondrá en riesgo –ha dicho– la competitividad del sector textil en el extranjero.”

Sorprende que la SNI tenga un concepto tan exótico de lo que es la competitividad. Por lo que se ve, a ojos del gremio uno aumenta su “competitividad” si logra correr la maratón cargado en palanquín, sobre los hombros de otros.

No se trata de una exageración. Los contribuyentes peruanos estamos cargando en andas, sobre los hombros de nuestros patrimonios, la “competitividad internacional” de los algodoneros nacionales. Como ellos no pueden vender internacionalmente el algodón que producen al precio que necesitarían para que les sea negocio, el fisco les da la diferencia, posibilitándoles vender más barato y tener un margen de ganancia al mismo tiempo. De este regalo –el subsidio al precio– viene la “competitividad” de nuestros algodoneros.

Por qué los contribuyentes peruanos estamos interesados en mantener esta mentira –la de la rentabilidad de nuestros algodoneros– no resulta claro. Un argumento dice que es la única manera de mantener vivo el sector. La misma SNI, por lo pronto, ha dicho que por culpa del retiro del subsidio solo en este año “las hectáreas sembradas de este cultivo caerán en 30%”. Pero no alcanzamos a entender cómo así es bueno mantener con vida un sector que pierde recursos todos los años (que el hueco sea “tapado” por los contribuyentes no lo desaparece, solo lo cambia de lugar: del bolsillo de los algodoneros al de los contribuyentes).

Se dirá que el motivo son las personas que viven de ese negocio. Pero ese argumento es ficcional: como el algodón peruano no tiene demanda a los precios que necesitaría para generar ganancias, ahí no existe ningún negocio. La gente que trabaja en el sector, pues, no vive de un negocio, sino de un subsidio. Si desaparece, entonces, ese 30% de hectáreas, lo que desaparece es una fuente anual de pérdida de recursos para los contribuyentes y lo que aparece es la oportunidad de poder dedicarlas a algo que sí pueda generar riqueza y crear, por tanto, oportunidades sostenibles para sus propietarios. Si lo mejor para todos fuese mantener con respiración asistida a todas las empresas que generan empleo, el fisco tendría que haber seguido comprando máquinas de escribir a quienes todavía las producían a comienzos de los noventa. Las condiciones de los mercados –o, si se prefiere, las necesidades– cambian con el tiempo y los recursos deben poder moverse ahí donde van a generar más riquezas, para que pueda crearse el mayor número de oportunidades para todos.

Es cierto que hay otros países que subsidian su algodón y que los algodoneros peruanos tienen que competir en el mercado internacional con ellos. Pero si el populismo de esos países (el agro es una fuerza electoral por considerar en muchos lugares) los lleva a regalar (cortesía de sus contribuyentes) parte del precio de un bien dado, lo inteligente no es ponerse a competir con ellos en la carrera de los obsequios. Lo inteligente es aprovechar su regalo comprándoles lo que subsidian y dedicarse más bien a producir las cosas por las que sí se pueda obtener más de lo que costaron. Es decir, a las actividades que de verdad generan riqueza y no a las que simplemente la trasladan de unos a otros.

En cualquier caso, lo que por pudor nunca se debe hacer es organizar una carrera de palanquines y llamar “competitivos” en ella a nadie que no sean los cargadores.