Revuelo e indignación ha causado en los últimos días un fragmento de una adaptación de la leyenda “El origen de las razas” recogida por el libro “Aromas”, el cual está incluido en el plan lector del Ministerio de Educación y dirigido a alumnos de segundo grado de primaria de colegios a lo largo y ancho del país. Dicho fragmento versa así: “La primera raza que se originó fue la blanca, luego surgieron los indios, porque el agua ya estaba turbia y finalmente algunos quedaron negros… [sic]”. Al margen de la pésima redacción de la que hacen gala las líneas del texto escolar previamente citadas (lo que es penoso por sí mismo), a mucha gente le pareció –con razón– escandaloso que a los niños se les eduque sugiriéndoles que los blancos vienen del agua limpia y las otras razas del agua sucia. Y, más aun, cuando esa sección del libro dice querer enseñar, entre otras cosas, que todos los hombres somos iguales.

El gerente general de la editorial San Marcos (casa que publicó el libro) manifestó en su defensa que las personas deben entender que “se trata de una leyenda” y “que eso no lo han tomado en cuenta”. A su vez, Óscar Espinar, quien adaptó el mito al libro, justificó su trabajo diciendo que “estamos en el campo de la literatura, no en el de la sociología, ni de la antropología ni de las ciencias” y que el texto no es racista y “está perfectamente bien entendido en la imaginación humorística”.

Dudamos mucho –como parecen pensar la editorial y el autor– de que cualquier persona que criticó la inclusión de ese pasaje no haya reparado en que se trataba de un mito, o que haya sido tan cándida como para creer que el mismo realmente era usado para explicar por qué ciertas pieles tienen mayor concentración de melanina que otras. Que se trata de una leyenda es algo obvio, aunque solo anecdótica, pues ello no quita que su contenido tenga elementos que permitan que los niños recojan un mensaje racista: quienes tienen pieles más claras vienen de lugares más limpios que quienes tienen pieles más oscuras. ¿O acaso sería positivo utilizar como materiales educativos leyendas u obras literarias que sugieran que el rol de las mujeres es exclusivamente lavar y cocinar para sus maridos? ¿O quizá un mito que diga que los judíos o los homosexuales, solo por serlo, son gente mala? Salvo que esos relatos fuesen usados para ser criticados (lo cual no parece ser el caso del libro “Aromas”), no entendemos qué pueden aportar a la educación de niños de segundo de primaria.

Ahora, lo criticable no es solo que el autor del texto y la editorial tengan muy mal tino para escoger el mensaje que incluyen en sus libros (lo cual parece ser costumbre para Editorial San Marcos, pues en otro de sus textos escolares utiliza la frase “los roqueros nunca se bañan, en consecuencia, deben tener piojos” para enseñar sobre el uso de conectores lógicos). Lo peor, realmente, es que una autoridad sea capaz de volverlo material educativo oficial del Estado.

Según la ministra Patricia Salas, el Ministerio de Educación no interviene en la selección de textos. Esta sería responsabilidad de cada colegio, para permitir que toda institución pueda ajustar los materiales de enseñanza a las particulares necesidades de sus alumnos y al modelo educativo que implementen. Y este mecanismo descentralizado de gestión tiene mucho sentido, siempre que quede claro que la otra cara de cualquier libertad es la responsabilidad. Si los funcionarios de los colegios son libres de elegir qué libros utilizar para educar, que asuman también las consecuencias de haber realizado una pésima elección y que sean sancionados (algo similar sucedió, por ejemplo, cuando el Indecopi multó con casi S/.100 mil a un colegio que usaba un libro de matemática plagado de errores de cálculo). Esta, a fin de cuentas, es una lección que deben aprender esos adultos si queremos que, para la próxima vez, escojan mejor los textos con los que educan a los niños.