La eventual compra de las operaciones de Repsol en las que el Gobierno invertiría un total de US$2.000 millones supone una serie de graves problemas –económicos, constitucionales, políticos– que se están señalando con bastante amplitud. También supone, sin embargo, un problema de simple y bien blindada frescura que tendría que merecer un poco más de atención. Porque –hay que tenerlo muy presente– la decisión de nuestro Estado de invertir US$2.000 millones de los contribuyentes para apostar a los negocios de la refinería, los grifos y el envasado de GLP, con el gigantesco reto de eficiencia gerencial que ello implica, no ocurre en el vacío. Ocurre más bien en la cara del clamoroso fracaso que hasta hoy caracteriza a este mismo Estado en el cumplimiento de las funciones que sí le son esenciales. Por ejemplo, la educación y la salud de quienes tienen escasos recursos, y la infraestructura y la seguridad de todos.

Así, pues, es como si el Gobierno hubiera dicho: “Ya que cumplo tan tremendamente mal las funciones por las que los contribuyentes me dan gran parte del dinero que producen con su trabajo, ¿por qué mejor no me invento otras?”.

Lo de “tan tremendamente mal” no es exageración.

El tema de la educación es bien conocido. El Perú ocupa hoy el puesto 138 de 144 países en “calidad de educación primaria”, según el Reporte Global de Competitividad del 2012-2013, y en el último test de PISA figura, en todas las categorías educativas tomadas en cuenta, entre los cinco peores de los 65 países evaluados. Por si esto fuera poco, las mejoras que se venían dando desde el 2007 hasta el 2010 se han estancado en comprensión lectora y se han revertido en matemáticas, luego de que este gobierno pusiera en suspenso primero, y retrasase después, la aplicación de la meritocracia a la carrera magisterial.

En lo que toca a la seguridad, la cosa es, si cabe, peor. Todos hemos visto al gobierno dar palos de ciego y negar, al menos hasta hace poco, un problema que hacía tiempo se había vuelto la principal preocupación de la población. De acuerdo con el Latinobarómetro, tenemos el mayor índice de victimización del subcontinente. Y según el Ministerio Público, entre el 2000 y el 2011 los actos delictivos aumentaron en un 80%. Todo mientras el Ministerio del Interior ni siquiera tiene la capacidad administrativa para comprar un sistema integrado de comunicación (la adquisición del sistema Tetra 2 ha quedado en nada) y parece bastante desconcertado frente a cómo lidiar con el enorme problema de la corrupción policial. Y también mientras, según el INEI, el 40,7% de nuestras comisarías no posee una computadora propia que esté operativa; el 70,1% no tiene conexión adecuada a Internet; solamente el 58,8% accede a una base de datos; el 61,2% no tiene acceso al Reniec; el 45,5% no tiene acceso a Requisitorias Policiales; y el 87,8% no tiene acceso al Sistema de Denuncias Policiales (INEI).

El asunto de la infraestructura es asimismo grave. Con una brecha de US$88 mil millones estamos a la zaga del mundo en este tema y el gobierno no parece saber cómo sacar adelante los proyectos. Un informe de “Gestión” ha revelado que actualmente hay 44 grandes proyectos de infraestructura demorados o paralizados por trabas burocráticas de diversa índole.

Finalmente, está la salud, donde hay poco que revelarle a cualquier ciudadano que se haya visto obligado a visitar nuestros establecimientos públicos y haya conocido, por ejemplo, de las demoras de hasta siete meses para obtener citas, de los equipos caducos o inexistentes, de las infecciones intrahospitalarias o de las colas, para hablar solo de temas sobre los que ha informado nuestro Diario en los últimos meses.

Mientras tanto, el IPE ha calculado que con los US$2.000 millones de esta operación se podrían construir 10.000 postas médicas o 3.000 colegios. O reducir la desnutrición para 1,2 millones de familias.

Si el Gobierno, en suma, esperase a poder cumplir primero sus funciones básicas para plantearle luego a los contribuyentes usar su dinero para hacer negocios griferos, su propuesta no dejaría de ser jurídicamente inconstitucional, económicamente descaminada, comercialmente sospechosa (¿por qué el Estado está dispuesto a pagar a Repsol un precio que a ningún privado resultó interesante?) y, en general, impermeable a la experiencia. Pero al menos no sería también, y por encima de todo esto, desvergonzada.