En su excéntrico intento por pasarle la culpa de la descontrolada delincuencia que sufren sobre todo nuestras ciudades a su principal víctima (la ciudadanía), el Gobierno está poniéndose cada vez más creativo. Primero nos acusó, implícitamente, de negligencia: fueron las épocas en que altas autoridades recomendaron dejar de salir a la calle con efectivo. Luego, se insinuó que era un tema de hipersensibilidad: “de percepción” dijo el ministro Pedraza. Y ahora, ya sin mayor cuidado por las sutilezas, se nos está diciendo directamente –por medio del acrobático y renunciante ministro Jiménez que se trata de un tema de histeria colectiva.

Menuda situación de histeria colectiva la que sería esta. Una histeria suficientemente poderosa como para que, según cifras del propio Ministerio del Interior, durante lo que va de la gestión del presidente Humala el número de personas que se ha dado el siempre agradable trabajo de ir a nuestras comisarías a denunciar delitos violentos haya subido en 37%. O para que, según el INEI, de cada 100 encuestados, el 38% declare haber sido víctimas de la delincuencia en el período de julio a diciembre del 2012. O, en fin, para que, cegados por la histeria, a todos nos haya parecido entender que el director de uno de los más peligrosos penales del país acaba de ser asesinado en un lugar público con pasmosa facilidad.

Desde luego, es urgente que el Gobierno se esfuerce por superar este tipo de necias reacciones y empiece, de una buena vez por todas, a agarrar al cada vez más incontenible toro de la inseguridad por las astas. Es urgente, claro, para salvaguardar la integridad y vida de los peruanos. Pero lo es también para la integridad y vida de nuestra democracia. No hay que ser científico político para saber cómo cuando las personas sienten en inminente riesgo su seguridad personal empiezan a estar dispuestas a negociar sus libertades –y las instituciones que sirven para garantizarlas– con quien les ofrezca esta seguridad a cambio. ¿O no trataron los noventa, en gran parte, de esto?

¿Por dónde atacar, entonces, este problema? Pues por la policía (como, de hecho, lo pensó este mismo gobierno en su primer año, cuando planteó una reforma integral de la institución, que, sin embargo, fue irresponsablemente olvidada luego de dos meses). Los problemas de nuestra policía son los de nuestra seguridad y, naturalmente, no son pocos. Sí, son, sin embargo, sistematizables, y si es que hubiera que escoger el que más temas engloba, pese a lo difícil de la tarea, acaso ese debería ser el de su mala gerencia. Este problema tiene consecuencias severas, por ejemplo, en el equipamiento, el régimen de su personal y la corrupción en el sistema de ascensos de la institución. Veamos brevemente estos ejemplos.

Equipamiento. Hasta agosto de este año se había logrado ejecutar apenas el 0,2% del presupuesto destinado a implementar y mantener las comisarías. Esto, cuando, según el INEI, el 40,7% de nuestras comisarías no posee una computadora propia operativa; el 61,2% no tiene acceso al Reniec y el 87,8% no tiene acceso al Sistema de Denuncias Policiales, por solo citar tres cifras.

Régimen del personal. Este año se decidió volver a intentar acabar con el problema del pernicioso régimen del 24×24, por el cual, en los hechos, los policías se ven obligados a distribuir sus energías físicas y mentales entre la institución y un empleador privado. Sin embargo, poco tiempo después se supo, como si lo anterior hubiese sucedido en otra institución, que los nuevos policías que se integraron este mismo año lo hicieron bajo el mismo régimen de 24×24.

Corrupción en los ascensos. No hay un sistema meritocrático eficientemente administrado que abra confiables posibilidades de ascenso y mejores sueldos a los buenos policías. Esto posibilita que los puestos de diverso nivel suelan ser objeto de sinecuras y prebendas, las que a su vez sirven para instaurar todo un sistema de prestaciones y contraprestaciones personales que acaban definiendo la suerte profesional de cada cual, en lugar de los cumplimientos de metas y las mediciones de resultados (y en lugar, por cierto, de las sanciones por otros actos de corrupción).

¿Cómo se puede abordar este problema de gestión? Separándolo del resto de la policía y permitiendo así una solución “desde afuera”. Es decir, haciendo que dejen de ser policías los que se encarguen de la logística y administración de la institución –y de las compras, y los hospitales y los mantenimientos de equipos y vehículos y etc.–. Todo esto debería de pasar a manos de gerentes públicos de primer nivel solicitados a Servir (que para eso fue creada) o tercerizado a empresas privadas especializadas, bajo estricto contrato y dentro de la mayor transparencia.

En cualquier caso, lo que no podemos hacer es lo que también nos sugirió el primer ministro: tomar consuelo de que, en inseguridad, todavía “no estamos” al nivel de México, a la manera de una piedra que se regocija por no haber tocado el suelo, ignorando, por completo, que existe la gravedad.