Gustavo Yamada, decano de la Facultad de Economía de la Universidad del Pacífico, reveló una serie de datos que, en un contexto de crecimiento económico, ciertamente da mucho qué pensar. Mencionó que solo uno de cada tres estudiantes universitarios consigue empleo al terminar su carrera. Y que, en ese sentido, el subempleo profesional (es decir, aquellos profesionales que realizan cualquier actividad ajena a su profesión) aumentó 10 puntos porcentuales, de 25% a 35%, en los últimos seis años. Así, resulta paradójico que, en un contexto de crecimiento, los aparentemente mejor calificados no puedan acceder a trabajos de calidad.

El problema radica en que quienes terminan estudios superiores en el Perú no están calificados para acceder a las plazas que demandan las empresas. En setiembre del año pasado, por ejemplo, una encuesta de Manpower revelaba que casi el 42% de empresas encuestadas tenía dificultades para encontrar talento, un porcentaje 31 puntos mayor al del período anterior. La razón de este desfase es, básicamente, la precariedad de nuestra educación superior.

Resolver este problema, sin embargo, no pasa por acciones populistas como impedir la creación de nuevas instituciones educativas, como se ha hecho recientemente. Todo lo contrario: si los malos institutos o universidades saben que gozan de un mercado cautivo, tendrán menos incentivos para mejorar la calidad del servicio que brindan.

Afortunadamente, los tropiezos del Estado encuentran algún contrapeso en los aciertos del sector privado. En la CADE por la Educación 2013 se propuso, por ejemplo, la necesidad de desarrollar un observatorio educativo y de empleabilidad que ofrezca información sobre qué requiere el mercado laboral y qué instituciones tienen certificaciones privadas independientes. Es una iniciativa que no pretende, como lo viene haciendo el Congreso, reemplazar las decisiones de los ciudadanos, sino, en cambio, informarlos para que decidan mejor.

EL GRAN HERMANO El pasado martes, la Comisión de Constitución del Congreso rechazó una iniciativa para darle mayores atribuciones a la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), en el sentido que sugirió la SBS con un proyecto de ley que pretendía que dicha unidad pudiera acceder al secreto bancario y a la reserva tributaria de las personas cuando lo considere necesario. La idea de los autores de dicho proyecto, en pocas palabras, era que otorgarle tal facultad a la UIF consolidaría un control eficaz del lavado de activos del narcotráfico y coadyuvaría a fiscalizar el financiamiento del terrorismo. La comisión rechazó este pedido bajo el argumento de que vulneraría el derecho constitucional del ciudadano al secreto bancario y tributario. Y no podríamos estar más de acuerdo.

No es casual que la Constitución establezca que el levantamiento de dicho derecho solo pueda ser solicitado por el Poder Judicial, la fiscalía o alguna comisión investigadora del Congreso. Lo que busca la Constitución es brindar garantías a los ciudadanos de que existe algún ente fiscalizador independiente que verifique que el Gobierno no cometa abusos o violaciones contra la privacidad, ni que tampoco utiliza la información privada para presionar a sus opositores políticos.

¿Acaso, por ejemplo, se permite que la policía ingrese a nuestros hogares cuando a ella le venga en gana simplemente porque sospecha que podemos ser autores de un robo? No, no está permitido, porque siempre existe el riesgo de que algún mal policía –o el gobierno detrás de él– abuse de ese enorme poder. Por eso es que se sujeta dicha intervención a la autorización de otro poder independiente del Estado. Y así, por la misma razón que la policía no puede violar la privacidad de nuestro domicilio, la UIF tampoco debe poder hacer algo similar con la privacidad de nuestras cuentas.

El combate al narcotráfico y el lavado de activos, a nadie le cabe duda, es una tarea esencial del Estado. Pero no podemos caer en el error de, bajo la excusa de facilitar que el gobierno nos cuide, eliminar las garantías que nos cuidan a nosotros del mismo gobierno.