Lo único que le solicitó el canciller Roncagliolo al gobierno de Nicolás Maduro fue “tolerancia” y “diálogo”. No le pidió que realice una auditoría seria de la votación que lo llevó al poder, que no amenace a su principal opositor con ponerlo tras las rejas, que deje de azuzar la violencia en su país, ni que ordene a sus diputados abstenerse de agarrar a golpes a los congresistas que no reconozcan su mandato. El canciller no le hizo a Maduro ninguna de estas solicitudes, que hubiesen estado más que justificadas tal como están las cosas en Venezuela. Solo le pidió tolerancia y diálogo. Pero, claramente, para el presidente venezolano eso es mucho pedir porque declaró que el canciller peruano había “cometido el error de su vida”.

Las actitudes matonescas del señor Maduro no son novedad. A la injustificada reacción ante la solicitud del señor Roncagliolo se le han sumado las calificaciones de “impertinente” al ministro de Asuntos Exteriores español y de “inmoral”, “injerencista” y “cínico” al secretario general de la OEA, solo porque ambos expresaron su preocupación sobre la tensa situación política en Venezuela. Y la gravedad de estas declaraciones es mínima comparada con la de algunas otras acusaciones realizadas por el mandatario venezolano, que solo se explicarían por un desbordado fanatismo por las películas de espías o por un delirio de persecución fuera de control. Por ejemplo, según el señor Maduro, el ex presidente colombiano Álvaro Uribe tendría un plan para asesinarlo en colusión con funcionarios de Washington. Además, según el mandatario venezolano, el presidente estadounidense Barack Obama estaría detrás de los disturbios y de la violencia registrados en el país llanero recientemente, razón por la cual él sería el “jefe mayor de los diablos”. Y cómo olvidar el momento en el que, cuando aún había dudas acerca del estado de salud de Hugo Chávez, el señor Maduro deslizó que los países enemigos del comandante le habrían inoculado el cáncer que padecía. Más aún, una semana después de la muerte de Chávez, mencionó que se crearía una comisión para investigar la veracidad de dicho hecho.

Esta original forma de conducir las relaciones internacionales, sin embargo, no es invención del actual presidente de Venezuela. Lo cierto es que parecería que un “pajarito” fuese su asesor en esta materia, pues Chávez se caracterizaba por este mismo tipo de exabruptos. Fue el difunto gobernante venezolano quien, previo a las elecciones presidenciales peruanas del 2006, tildó al entonces candidato Alan García de “truhán” y “corrupto de siete suelas”. Él también mandó (literalmente) “al carajo” al ALCA en plena Cumbre de los Pueblos, en Argentina. Además, en plena asamblea de la ONU, llamó a un ex presidente de Estados Unidos “alcohólico”, “genocida” y se refirió a él como el diablo. Asimismo, calificó al propio José Miguel Insulza de “insulso” y “pendejo” por criticar la cancelación del canal de televisión RCTV. Y, solo por citar un último ejemplo, fue a Chávez a quien se le ocurrió en primer lugar denunciar que la CIA habría desarrollado una tecnología para inducir el cáncer.

Lo que más nos debería llamar la atención, sin embargo, no es lo anecdótico de las declaraciones delirantes y agresivas de los líderes del chavismo ni su irresponsabilidad para conducir las relaciones con otros países, sino lo que esto realmente refleja: un absoluto desprecio por las instituciones democráticas y por la paz internacional. Esto debería ser una razón adicional –y suficiente– para que el gobierno, en el futuro, considere con más detenimiento darle su respaldo al régimen chavista como lo hizo cuando, junto con otros presidentes de la región, acudió a saludar la elección del señor Maduro a pesar de reconocer que era importante hacer una auditoría a la misma. Y es que –ya no deberían haber dudas sobre esto– el chavismo no está dispuesto a cambiar y solo está dispuesto a tolerar a quien tolere a su vez su autoritarismo.