Este martes, la Comisión de Constitución del Congreso reanudó sus sesiones para tocar la conveniencia de volver al sistema bicameral en el 2016.

En este Diario nos alegra que el tema vuelva a colocarse sobre la mesa, sobre todo dados los actuales niveles de funcionamiento y aprobación de nuestro Congreso. Lamentablemente, es este mismo desprestigio lo que sugiere intuitivamente que la creación de una cámara adicional solo cumpliría con duplicar los costos, los problemas y la ineficiencia de nuestros representantes. Este análisis, sin embargo, pasa por alto el punto: una segunda cámara no haría más grande al Congreso como hoy lo conocemos; lo que haría más bien es cambiar varios de los modos con los que este opera hoy.

En primer lugar, la bicameralidad divide el poder que concentra hoy el Legislativo; particularmente si cada cámara se elige en un momento diferente. Por ejemplo, si cada dos años cambia la composición de la cámara baja se hace mucho más difícil que el Parlamento sea secuestrado por una mayoría que obedezca exclusivamente a intereses de parte–ya sean políticos o de lobbies mercantilistas–.

Una segunda cámara, por otro lado,prolonga el camino que tiene que recorrer una ley, dejándola enfriarse en el proceso, permitiendo así que se someta a reflexión. Esta demora también le da más peso a la opinión pública porque le da más tiempo para sumarse y cuajar, poniendo a su vez mayor presión sobre el Senado para tomarla en cuenta. En otras palabras, se democratiza,a la vez que se hace más reflexivo, el proceso de introducción de una ley al sistema. Esto fue justamente lo que ocurrió en 1989 cuando el Senado acordó finiquitar el proyecto de expropiación de la banca aprobado en un solo día por los diputados.

No es necesariamente cierto, finalmente, que los gastos tengan que incrementarse con una nueva cámara –se puede optar por una redistribución de las funciones del mismo número de parlamentarios–, pero, en cualquier caso, cuando un costo trae mayores beneficios consigo, se le llama inversión.