El complejo arqueológico El Paraíso, el más antiguo del valle de Lima, recientemente ha ingresado a la infame lista de sitios, monumentos y demás bienes que conforman el patrimonio cultural de la nación que han sido severamente dañados o destruidos. Una lista que incluye a Yanamarca en Junín, al Coricancha y a centenas de muros incas en el Cusco, a las líneas de Nasca, a la casona El Buque en Lima y a las ruinas Wari en Ayacucho, por mencionar únicamente los casos más resaltantes.
Increíblemente, al momento de la destrucción de la pirámide de El Paraíso, solo había un vigilante del Ministerio de Cultura en el lugar. Este, además, se encontraba en la zona central del complejo y no cerca de la pirámide destruida.
“Realmente los arqueólogos no tienen cómo defenderse”, comentó el viceministro de Patrimonio Cultural e Industrias Culturales, Rafael Varón Gabai, haciendo hincapié en la dificultad que tiene el ministerio para proteger estos monumentos de los delincuentes que los dañan. Se trata de palabras que reflejan impotencia y una realidad que, luego de una historia tantas veces repetida, ya no se puede ocultar: no existen recursos suficientes en el Estado para vigilar y proteger todos los bienes que conforman nuestro patrimonio cultural.
La verdadera dimensión de este problema es más clara cuando notamos que una adecuada protección de los monumentos no solo requiere que se apliquen duras penas a quienes atentan contra ellos. Además, se necesita recursos para delimitar el área en la que se ubican, personal de vigilancia y mantenimiento periódico. Asimismo, es necesario que se invierta en el desarrollo del patrimonio cultural, pues de poco sirve conservarlo si no genera cultura; es decir, si no es aprovechado por la gente que hoy, en su mayoría, desconoce su existencia.
Si el Estado no tiene los recursos para invertir en esto, ¿por qué los monumentos no se concesionan en alguna medida a privados que inviertan en su protección y en mantenerlos abiertos para el disfrute público bajo supervisión del Estado? Pues porque la Ley 29164, promulgada en el 2007, que intentó facilitar esto, es prácticamente letra muerta, ya que el gobierno nunca la reglamentó. Además, porque una modificación del 2008 burocratizó aun más el trámite que deben seguir las iniciativas privadas. Estableció que los proyectos de inversión se canalicen, en vez de directamente a través del ministerio, primero ante la municipalidad distrital y puso como condición que el gobierno regional haya incluido el inmueble dentro de su lista de bienes concesionables. Y a esto se suma que estas decisiones son tremendamente discrecionales.
Para colmo, la ley solo permite que se autoricen concesiones para cierto tipo de actividades turísticas, como hoteles de mínimo cuatro estrellas y los restaurantes de mínimo cuatro tenedores. Se excluye así, por ejemplo, servicios de visitas turísticas guiadas que podrían ser una opción más viable en algunas zonas como la del mismo complejo El Paraíso. Y también a cualquier proyecto que no pertenezca a una empresa de gran capital y que no sea destinado a un público económicamente privilegiado que pueda pagar restaurantes u hoteles de lujo. Así, lamentablemente, no basta con que se trate de un proyecto viable, rentable, armonioso con el monumento, y que asegure su conservación.
La semana pasada fue El Paraíso, pero solo en Lima hay 366 monumentos arqueológicos, de los cuales el 60% está en riesgo de ser invadido o estropeado. Ante la limitación del presupuesto público, se hace indispensable atraer inversión privada que permita (probablemente añadiendo incentivos tributarios al esquema de concesión) la puesta en valor de estos sitios históricos a través de una explotación responsable y sostenida. Con ello, al ministerio, ahora aparentemente desbordado, le bastaría solo con encargarse de fiscalizar estrictamente a las concesionarias y sancionar con dureza a aquellas que incumplan las condiciones impuestas.
El Estado, en fin, debe tener claro que los monumentos no se cuidan solos. Y, para preservar nuestra historia, si él no puede cuidarlos, debe dar paso a quien sí pueda hacerlo.