“En el país tenemos universidades sin fines de lucro y universidades-negocio. El principal interés de las universidades-negocio es hacer negocio, no es sacar profesionales de calidad, y eso hay que combatirlo”. Con esas palabras atacó esta semana el presidente Humala al concepto mismo de la universidad-empresa.

El rechazo del presidente hacia la educación como negocio no es nuevo, pues ya antes ha hecho declaraciones en este mismo sentido. Además, fue con el apoyo de su gobierno que se aprobó la ley que prohíbe crear nuevas universidades por los próximos cinco años y es también con su aparente apoyo que hoy avanza en el Congreso un proyecto de ley universitaria que dejaría en manos del Estado aspectos claves del manejo de las universidades privadas.

Por otro lado, tampoco es la primera vez que el presidente da muestras de tener grabada en el inconsciente la idea de que el afán de lucro enfrenta por naturaleza al interés de la persona que lo tiene con el de aquellos a los que provee de un servicio; mientras que, en cambio, quien –como el Estado– no busca lucro, actúa altruistamente y satisface por tanto de mejor manera los intereses de las personas a las que da servicios.

El problema con esta idea, sin embargo, es que no se condice con lo que sucede en la práctica. Ni tampoco, en realidad, con la teoría: ¿o es que acaso del hecho de que alguien (digamos un funcionario estatal) no pueda buscar utilidades de sus actividades puede deducirse que entregará todas sus mejores energías y capacidades a servir a los demás?

Pero centrémonos en la práctica. Sería interesante, por ejemplo, saber si el presidente ha entrado alguna vez, digamos,a algún supermercado en el que haya recibido un excelente servicio. Y si lo ha hecho, si es que piensa que los dueños de ese supermercado gastan en desarrollar ese buen servicio por su espíritu generoso o por sus apetitos de ganar dinero.

Como todos los supermercados que tenemos son “supermercados-negocio” (alguna vez hubo en el país supermercados estatales, pero se extinguieron por razones que resultarán obvias a quienes los frecuentaron), imaginamos que, si el presidente alguna vez ha visitado un supermercado así, no podrá negar que aquello que mueve a ese lugar es su afán de lucro. Lo que tendría que obligarlo a reconocer que es posible que el afán de lucro lleve a un negocio a esforzarse por mejorar constantemente la calidad del servicio que da a sus clientes.

Si el presidente se preguntase entonces cómo así es esto posible, acaso descubriría la fórmula para liberar a su gobierno de los impulsos por intentar mejorar la educación interviniéndola desde el Estado. El afán de lucro lleva al supermercado a gastar e innovar constantemente por un buen servicio porque sabe que lo que él no desarrolle siempre lo podrá desarrollar alguien más, llevándose a sus clientes. Es decir, porque sabe que opera en un mercado abierto donde hay ya competencia –y donde siempre puede entrar nueva–. Todo lo contrario de lo que está pasando ahora en el mercado de la educación superior, donde, por un lado, tenemos una ley que prohíbe la creación de nuevas universidades y, por el otro, regulaciones que hacen extremadamente difícil para los emprendedores ingresar al negocio de las academias superiores.

Alguien, claro, podría apuntar que hemos tenido durante mucho tiempo un mercado abierto de universidades privadas en el que, sin embargo, pese a estar en acción tanto el afán de lucro como la competencia, se han desarrollado muchas universidades de baja calidad. Pero habría que preguntarse si es que, en ausencia de la competencia de esas universidades, habría en los segmentos de precios bajos en los que ellas operan mejores ofertas que las suyas. Porque, claro, la calidad que se puede llegar a ofrecer en cualquier servicio tiene relación con el precio que se puede pagar por el mismo. Y la respuesta parece ser que no. Es decir, que, lamentablemente, sin esas universidades no habría mejores opciones en ese mercado, sino lo contrario. Después de todo, con quien compiten esas universidades privadas baratas y de baja calidad es con las universidades estatales, que (salvo honrosas y notorias excepciones) aparentan ser todavía peores que aquellas (sin que parezca ayudarlas a mejorar su servicio su espíritu supuestamente altruista).

¿Quiere esto decir entonces que las personas de escasos recursos deben someterse a la condena (que dura toda la vida) de una educación superior mala? No, en absoluto. O al menos no si es que el Estado demostrase en los hechos que él puede brindarles una educación mejor a las de aquellos a las que critica. Aunque, desde luego, para eso tendría que centrar sus esfuerzos en mejorar sus propias universidades en lugar de tratar de intentar que las privadas se parezcan a las que hoy tiene