Luego de la promulgación de la Ley de Servicio Civil, que es la parte medular de la reforma del Estado, el presidente de la República, Ollanta Humala, recibió a la CGTP y a los sindicatos estatales para escuchar sus preocupaciones y demandas sobre el tema. El resultado de la reunión fue el ofrecimiento de conformar una mesa de diálogo con los sindicatos a fin de “recoger sus aportes” en los reglamentos que se elaborarán para la aplicación de la ley. Y, de hecho, el presidente del Consejo de Ministros, Juan Jiménez Mayor, ya ha anunciado que el 25 de agosto se reunirá con los representantes de los gremios sindicales para “incorporar sus sugerencias”.
Debemos suponer, naturalmente, que esas “sugerencias” y los “aportes” que hará la CGTP a los reglamentos de la LSC van a ser ideas nuevas y, sobre todo, diferentes a las que la central sindical intentó aplicarle a la propia ley antes de que se aprobase, las mismas que se traducían básicamente en la anulación de todos los elementos meritocráticos que la LSC intenta introducir en nuestra burocracia. Debemos suponer eso, pese a que, a su salida de la reunión con el presidente, el secretario general de la CGTP, Mario Huamán, declaró que su agrupación solo participará del diálogo porque no le había sido posible lograr la derogación de la ley. Y es que no tendría sentido haber empujado esta reforma (que bien podría terminar siendo la más importante del gobierno de Humala) hasta acá, para luego torpedearla por vía de reglamento.
Bajo el supuesto anterior, nosotros aplaudimos la noticia de la instauración de este diálogo. No hay mejor antídoto que este contra la desconfianza y los malentendidos, al menos cuando hay buena fe en todos sus participantes. Sin embargo, no podemos dejar de hacer notar que a la mesa planteada le falta una pata y que, por lo tanto, va a estar ladeada a lo largo de todas las conversaciones. Y que, desde luego, esto es algo que vicia de raíz la calidad que pueda tener este diálogo.
En efecto, si va a haber un diálogo real sobre las características que debería tener la reglamentación de la LSC y, por lo tanto, sobre la manera en que se espera cambiar a nuestra burocracia, deberían estar presentes en las conversaciones todas las partes directamente interesadas en ese cambio. O mejor dicho, no deberían estar solo quienes hasta ahora únicamente se han mostrado interesados en que no haya cambio alguno y en que se mantenga más bien el statu quo. Deberían estar también los representantes de quienes pagan con sus impuestos los salarios de nuestra burocracia –los contribuyentes– y de quienes reciben los servicios que esta provee –los usuarios del Estado–. Al fin y al cabo, es a nombre de ellos que el Gobierno ha empujado esta reforma.
Así, por ejemplo, sería muy enriquecedor para el diálogo que se escuchen en la mesa –y de la boca del caballo– las razones por las que, según Ipsos, un 88% de la población aprueba que los funcionarios públicos puedan ser evaluados sistemáticamente para medir su desempeño y un 74% aprueba que puedan ser despedidos si son desaprobados en sus evaluaciones por dos años consecutivos y luego de ser capacitados. O lo que se siente ser “el cliente” diario de una burocracia que, conforme a todos los ránkings internacionales, da unos servicios que figuran entre los peores del mundo en casi todas las categorías.
Es cierto que los usuarios del Estado y los contribuyentes, a diferencia de los empleados públicos, son grupos grandes y variados que no están reunidos en organizaciones específicas que los representen, como los sindicatos. De hecho, esto ha tenido mucho que ver con que la CGTP fuese exitosa frente a algunas personas en su intento de dar la impresión de que era “el pueblo” el que estaba en contra de la LSC. Pero ello no quiere decir que no se puedan encontrar representantes válidos de los usuarios estatales y los contribuyentes. Podría, por ejemplo, pedírsele representantes a los gremios empresariales, sobre todo a los de las mypes, y a otras organizaciones sociales o profesionales. Y podría también hacerse un muestreo de buenos contribuyentes. Lo importante es que en esa mesa tengan también voz las mayorías a las que hasta ahora no se ha podido oír directamente. Es decir, los que pagan las cuentas del Estado y los que viven todos los días la (cruda) realidad de sus servicios.