En lo que toca al crecimiento, julio no trajo buenas noticias. El reporte de indicadores líderes del Ministerio de Economía presagiaba un 5,8% para ese mes, pero la predicción resultó siendo demasiado entusiasta: solo se alcanzó un 4,5%. Y, según parece, en agosto el crecimiento podría haber sido aún más bajo si tenemos en cuenta la reducción de las ventas de cemento o, incluso, otros hechos como que las ventas de vehículos nuevos fueron inferiores en 8% en relación con el mismo mes del año anterior.
Como señalamos en nuestro editorial del lunes, la desaceleración de la economía se explica en buena cuenta por factores externos. Por ejemplo, la caída del precio de los minerales y la menor demanda de algunas exportaciones no tradicionales. Pero a eso se le sumaron errores políticos del propio gobierno que terminaron impactando negativamente en la confianza de los inversionistas y de los consumidores.
No es nuestra intención enumerar aquí todos los consabidos tropiezos políticos que han mermado la confianza en el país (aunque buenos ejemplos de ellos son el fallido intento de reestatizar la refinería de Repsol y las indefiniciones respecto de la postulación de la esposa del presidente). A fin de cuentas, el gobierno parece ser consciente de muchos de sus errores, pues en los últimos tiempos enmendó rumbos y, efectivamente, adoptó diversas medidas para facilitar la inversión. Pero sí es importante resaltar dos temas en los que el gobierno podría mejorar mucho y que ayudarían a que nuestra economía agarre más viada.
El primero de ellos es una lección relativamente sencilla: no hay que asustar a la gente. Cuando parecía que los mercados empezaban a confiar nuevamente en el gobierno, al presidente de la República (y antes a su propio ministro de Economía) no se le ocurrió mejor idea que anunciar, en un ataque de exageración, que la crisis ya había llegado al Perú. Esto ocasionó reacciones de perplejidad entre los inversionistas más informados, pero sin duda impactó en la mayoría de emprendedores y consumidores que automáticamente pusieron algún freno a sus compras e inversiones, a la espera de tiempos mejores, como si los actuales fuesen malos. Y es que, para que la gente salga corriendo asustada, basta con que alguien grite “¡fuego!” sin importar si el incendio realmente existe.
El segundo tema en el que se puede mejorar es más complicado, pero hasta más importante que el primero. Hoy podríamos estar creciendo más si el gobierno no hubiese demostrado desde el comienzo una mezcla de indefinición ideológica e incompetencia política y técnica para sacar adelante grandes proyectos productivos y de infraestructura. Otra sería la suerte de nuestra economía en este momento si estuvieran ya en marcha proyectos importantes como Conga, Tía María, el gasoducto del Sur, la concesión de uno o dos puertos, la línea dos del metro de Lima (que además ya tenía estudios de prefactibilidad y se hubiese podido lanzar como se hizo con el tramo dos de la línea uno), la continuación de la doble pista a Ica, entre otros.
Es cierto que el ministro Castilla es consciente de este problema, por lo que ha constituido un equipo dedicado a destrabar grandes proyectos de inversión. Pero no basta con que el Ministerio de Economía trabaje en esto, pues los obstáculos se encuentran en todos los sectores (y algunos no fueron puestos por el Ejecutivo sino por el Parlamento). Por ejemplo, estándares ambientales o laborales que no existen en ninguna parte del mundo, multas elevadas sin aparente sustento, o controlismos asfixiantes como los que sufren los institutos superiores y los que la Comisión de Educación del Congreso quiere poner a las universidades.
Una manera de eliminar estos obstáculos sería que el primer ministro aproveche el diálogo que está dirigiendo para crear una agenda en torno a esa iniciativa con el apoyo de la mayoría de las fuerzas políticas. Así, el Estado podría impulsar de manera más consistente el crecimiento de la economía, en vez de meterle cabe.