El Tribunal Constitucional (TC) boliviano acaba de “interpretar” que, conforme a la Constitución del país altiplánico, el presidente Evo Morales puede reelegirse para un tercer período presidencial consecutivo en las próximas elecciones del 2014. El señor Morales ya fue elegido por primera vez en el 2005 y reelegido luego en el 2009 para un segundo período que, por efecto de la nueva Constitución promulgada ese mismo año, será de cinco años. Esta misma nueva Constitución prohíbe que un presidente tenga más de una reelección consecutiva. Sin embargo, el TC ha recogido el argumento que venía dando Morales: la elección del 2005 no cuenta porque sucedió antes de que la Constitución del 2009 “refundara” el país. Bajo esta nueva Carta Magna, y en este nuevo país, una eventual reelección de Morales en el 2014 sería solo su primera.

Naturalmente, la pirueta jurídica realizada por el TC boliviano (particularmente notable cuando se considera que la Constitución decía expresamente que los períodos de gobierno anteriores a ella debían contarse para efectos de cualquier nuevo mandato), deja en el aire varias incógnitas real-maravillosas. Por ejemplo: ¿Cuál era y dónde quedaba ese otro país que gobernó Morales en su primer período? O esta otra: ¿Todo lo que Evo Morales hizo desde el poder en ese país durante esos primeros años (como el gasto populista o el copamiento de la mayoría del TC), no ha tenido acaso consecuencias en este otro país que hoy gobierna para facilitar un entornillamiento suyo en el poder similar a aquel que la Constitución busca evitar?

Por otra parte, si a usted la figura usada para la re-reelección de Evo Morales le parece conocida, no es, desde luego, por casualidad. Se trata exactamente de la misma fórmula que usó Alberto Fujimori para re-reelegirse en el 2000, pese a que la Constitución de 1993, como la boliviana de hoy, prohibía más de dos reelecciones consecutivas. Según se recordará, la famosa “interpretación auténtica”, que en 1996 hizo un TC cuya mayoría dominaba el Gobierno, sostuvo que, como la elección de 1990 se produjo antes de la Constitución de 1993, aquella no contaba para efectos de esta última como una elección.

Lo que sí diferencia a este episodio de nuestra historia reciente del que vive hoy Bolivia, claro, es la clamorosa oposición que en el primer caso –con justa razón- hicieron muchos de nuestros más connotados políticos y líderes de opinión (junto con este Diario), en contraposición al discreto silencio que un importante sector de los mismos guarda hoy ante un idéntico atropello en nuestro vecino país. Un silencio que, por supuesto, deja muy solos a los bolivianos que no apoyan el salto de Evo Morales por encima de su Constitución.

Este silencio, hay que decirlo, no es nuevo. Es el mismo que este sector guardó cuando Rafael Correa, luego de haber logrado en el 2008 la aprobación de una nueva Constitución que prohibía más de una reelección inmediata, acortó su período para hacerse “elegir por primera vez” bajo el mandato de esta nueva Constitución, abriendo así la puerta por la que fue re-reelegido este febrero para un nuevo período que acabará en el 2017. Y es el mismo silencio que también protagonizó cuando Hugo Chávez, que había sido elegido por primera vez en 1998, fue reelegido, por segunda vez consecutiva, en el 2006, usando el mismo argumento: que su segunda elección (realizada en el 2000) era la primera bajo el mandato de la Constitución “bolivariana” de 1999, la misma que prohibía más de dos mandatos consecutivos al presidente (por lo demás, en el 2009 Hugo Chávez acabó convocando un referéndum que autorizó la reelección indefinida y su reinado de catorce años sobre Venezuela solo fue interrumpido por su muerte).

El que hechos idénticos provoquen reacciones tan antagónicamente diferentes en el mismo sector incluso aunque no ocurran en su propio país indica claramente que lo relevante para el mismo no es el qué, sino el quién. En otras palabras, que las instituciones democráticas y el Estado de derecho le parecen valores innegociables solo cuando sirven para detener a algún autócrata que no comparte su ideología; pero que le resultan perfectamente prescindibles cuando obstaculizan más bien a quienes, viniendo del mismo lado del espectro ideológico, tienen propensión a la concentración del poder y a la perpetuación en el mismo.

Esto, por supuesto, es una mala noticia para el Perú, porque demuestra que si en el futuro próximo hubiese un intento por malear las leyes para servir a algún proyecto de prolongación de un régimen, el número de políticos que estarían dispuestos a salir en defensa de nuestra democracia dependerá del lado hacia el que se incline el régimen en cuestión. Lo que, claro, implica que nuestra democracia tiene pocos amigos que la quieren por lo que es y muchos que la estiman solo por lo que puede darles y que, por tanto, a la hora de la verdad, no tendrían problemas en hacerla objeto de negociación.