En los primeros días de este mes, la vicepresidenta de la República, Marisol Espinoza, fue muy enfática sobre qué debería hacer el gobierno cuando recauda más de lo que gasta. Ella señaló que “ese superávit de 2% del producto bruto interno no [lo] podemos aplaudir” y que “[si] tenemos este dinero [], tenemos que invertir en la población”. La vicepresidenta, en pocas palabras, estaría proponiendo que, año a año, el Estado transforme todo el ahorro que genere en gasto público.

La vicepresidenta tiene una preocupación que es legítima. Como ella correctamente indicó, la brecha del Estado en, por ejemplo, infraestructura, es enorme y es necesario que se invierta para saldarla. No obstante vale la pena mencionar algunas cosas sobre la idea de que el gobierno deba presupuestar gastos aún mayores.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que el Estado debe manejar sus cuentas bajo principios similares a los de un hogar prudente. Como en cualquier casa, gastar todo lo que ingresa implica no tomar previsiones para épocas de escasez o de emergencia. Lo responsable, en cambio, es contar con recursos guardados para enfrentar dichas situaciones. En segundo lugar, tener ahorros demuestra un orden financiero que permite ganarse más fácil la confianza de cualquier agente crediticio. Y en el caso del gobierno esto significa mejorar las calificaciones de riesgo, lo que a su vez le permite acceder a deudas más baratas y, consecuentemente, le posibilita embarcarse en proyectos (entre ellos los de infraestructura) de mayor dimensión.

Por otro lado, la vicepresidenta pasa por alto que lo que necesita principalmente el país no es que el Estado gaste más sino que aprenda a gastar. ¿De qué sirve seguir programando más gastos si lo que sucede hasta ahora es que el dinero se queda añejando en las arcas de los gobiernos regionales o locales?

Veamos: en el 2012 se dejó de ejecutar aproximadamente el 15% del presupuesto; en el 2011, casi el 20%; en el 2010, poco más del 17%; y en el 2009, poco más del 18%. Si bien parece que las cosas van mejorando, los márgenes de no-ejecución aún son considerables. Las causas de estos son diversas. Como ejemplos tenemos la lamentable incapacidad técnica para elaborar proyectos decentes de desarrollo o, en algunos casos, los complicados procesos del Sistema Nacional de Inversión Pública (SNIP).

El caso de Echarati es particularmente llamativo: mencionaba su alcalde que, pese a ser uno de los distritos más ricos del Perú por concepto de canon –maneja aproximadamente S/.1.000 millones de presupuesto–, la riqueza no llega a ser transformada en obras porque no se logra cumplir con los procedimientos del SNIP. El alcalde señala: “Para asfaltar la carretera que une Echarati, Kiteni, Kepashiato, con el distrito de Kimbiri (230 kilómetros de extensión) se pide, en promedio, de 200 a 300 vehículos que circulen por día, pero no se cuenta con ello. Por lo tanto, ese proyecto es inviable, así que estamos sentenciados a no tener una buena carretera”. ¿Serviría acaso de algo presupuestar un gasto de S/.1.000 millones adicionales en Echarati?

Por supuesto, estos problemas no se solucionan eliminando el SNIP. Si este no existiese, veríamos con mucha más frecuencia monumentos a la maca, a las sirenas o al sombrero, estatuas de la libertad, parques del árbitro, por mencionar algunas de las obras absurdas que se han hecho con recursos públicos en los últimos tiempos. Lo que hay que hacer es capacitar mejor a los funcionarios que proponen obras para que no diseñen proyectos inviables y simplificar cualquier trámite demasiado engorroso.

Mientras el gobierno descubre cómo volverse un gastador más eficiente debería dejar en manos de los privados los recursos que no sabe cómo gastar y que no tiene sentido ahorrar, ya sea bajando los impuestos o devolviendo lo que no gaste. Así, estos serían utilizados en alguna actividad valiosa que genere inversión, trabajo, consumo y crecimiento.

La vicepresidenta, en cambio, está recetando replicar la parábola de los talentos al revés: a quien multiplica el dinero hay que quitárselo para entregárselo al irresponsable que lo esconde bajo tierra.