Esta semana comenzó con más buenas noticias económicas. El INEI informó que el desempleo en la ciudad de Lima, donde habita un tercio de la población económicamente activa, ha caído hasta el 5,6% (cuatro veces menos que el de varios países europeos).

La noticia se suma a varias otras de similar importancia sobre lo que el crecimiento de la última década ha hecho por los trabajadores, incluyendo, ciertamente, a los cientos de miles que no tenían empleo alguno. Solo la semana pasada un artículo del “Financial Times” sobre el surgimiento de una clase media en el Perú (reproducido en este Diario) nos recordaba cómo en los últimos 10 años los salarios han subido en una tasa anual promedio entre 6 y 7 % cada año. Y hay algunos lugares del país, como los valles costeños del ‘boom’ agroexportador, donde estas subidas han sido incluso superadas: de acuerdo con Apoyo, en la última década el jornal de los trabajadores del sector agroexportador ha subido en un 80%.

Ninguna de estas considerables mejoras en la situación de los trabajadores peruanos ha sido el resultado de un mandato legal. Ni el desempleo ha caído ni los salarios han subido porque un legislador protector así lo haya dispuesto. Tampoco por la generosidad de los empresarios. Ambas cosas han pasado solo porque la inversión ha crecido y, con ella, el número de empresas necesitadas de fuerza laboral, y de competir por ella. Concretamente, esto último –la competencia empresarial por los trabajadores–, ha demostrado ser la mejor protección posible para ellos.

Es fundamental hacer notar todo lo anterior ahora que se vuelven a plantear nuevos cambios a la Ley General de Trabajo con miras a aumentar las garantías –estabilidad laboral, beneficios sociales, etc.– a las que el empresario se obliga cuando emplea a alguien y, consiguientemente, los costos y contingencias que tiene que sopesar y asumir antes de hacerlo. Es fundamental notarlo, para que se entienda que todo lo que pone barreras a la inversión y, por lo tanto, para el aumento de la demanda de trabajadores, es una mala noticia para estos últimos sobre todo (el capital siempre puede escoger mercados alternativos).

Lo anterior, naturalmente, solo se agrava cuando se trata de aumentar barreras en un país que, como el nuestro, ya las tiene bastante más elevadas que cualquier medida razonable. En lo que toca a las barreras provenientes de la ley laboral, específicamente, el Perú es uno de los veinte países con mayor rigidez de marco jurídico laboral. Y tiene también una irrebatible señal de cómo este es un lujo que está mucho más allá de las posibilidades de su economía en el hecho de que el 80% de su fuerza laboral permanece en la informalidad. Considerando estos datos, ¿de veras puede alguien sostener racionalmente que el camino para mejorar la situación de los trabajadores es hacer todavía más estrecha la puerta de la contratación formal?

Nada de lo dicho, por lo demás, quiere decir que no hay algo que no sea quitar barreras en lo que nuestro Estado pueda usar constructivamente toda esa energía que parece tener disponible para mejorar las condiciones de los trabajadores. Desde luego que lo hay, y en más de un campo. El único “problema” es que todos esos caminos son más trabajosos que el de simplemente colgarle a alguien más (los empleadores) la factura de lo que el Gobierno considera necesario para lograr estas mejoras.

Concretamente, si el Estado consiguiese subir la calidad de la vergonzosa educación que da a quienes no pueden acceder a escuelas privadas, haría muchísimo por mejorar la productividad y, consecuentemente, la capacidad de negociar buenos términos contractuales de una significativa porción de los trabajadores del Perú. Después de todo, el salario al que uno puede aspirar está en función directa del valor que uno puede aportar al proceso productivo y es difícil que este valor sea muy grande cuando uno no pudo adquirir de joven las habilidades necesarias para realizar procesos de lógica matemática elementales o para tener una capacidad de comprensión de lectura aceptable (actividades ambas que, según el último examen de PISA, la mayoría de los estudiantes de nuestras escuelas nacionales no pueden realizar satisfactoriamente). En otras palabras, subiendo la productividad nacional por medio de la educación, el Estado podría incrementar significativamente los recursos con los que las empresas compiten por su fuerza laboral y, por lo tanto, los ingresos de los trabajadores.

Acaso, entonces, sería sano que cada vez que piense en subir la cuota de esfuerzo que le exige a otros para mejorar la condición de los trabajadores, nuestro Estado se fije primero en la que él viene debiendo por décadas a pesar de que, justamente gracias a esos otros, le sobran los recursos económicos para cumplir con ella.