Tres años después de haber obtenido los últimos puestos en todas las categorías educativas que mide trianualmente la prueba PISA hemos retrocedido al último puesto en cada una de ellas.

Esta noticia no podría ser más violenta. Parece querer decir que no hay medida suficiente de shock ni de vergüenza que valga para decidirnos finalmente a cambiar de raíz ese sistemático fracaso que es nuestra educación pública (con la excepción de los colegios Fe y Alegría, que son en la práctica la única APP operando en el sector educación). Si la hubiera, los resultados del 2009 tendrían que haber dado la talla –y con creces–. Al fin y al cabo, entonces salimos en el puesto 63 (de 65 países) en matemática, el 64 en ciencias y el 63 en comprensión lectora. Pero no. Aparentemente somos inconmovibles: tres años más tarde lo que hemos logrado es un unánime puesto 65 (de 65 países) en las tres categorías. E incluso este gobierno se dio el lujo de suspender, para casi todo efecto práctico y en medio de estos tres años, la reforma meritocrática de la educación.

De más está mencionar el peso moral que este asunto conlleva para quienes tenían la responsabilidad de hacer los cambios que el campanazo del 2009 demandaba ya de una manera tan perentoria. La ausencia de una buena educación pública es de las más crueles de las injusticias sociales, pues suele limitar de por vida a los niños y adolescentes de escasos recursos. Después de todo, pocas posibilidades tiene de agregar mayor valor a las cadenas productivas (y por lo tanto, de justificar para estas el pago de salarios altos) quien no llega a la educación superior con capacidades razonables de procesos matemáticos o de comprensión lectora, por solo citar dos ejemplos claves. Que no quepa, pues, duda: el destino de las generaciones que salen tan mal armadas para la vida de nuestros colegios públicos lleva sobre sí la firma culpable de los gobiernos que presidieron sobre ellas.

Pese a que, desde luego, nadie devolverá a los alumnos de nuestras escuelas públicas estos nuevos tres años perdidos de su educación (ni lo que a causa de ellos no podrán aprovechar de los años que sigan), solo queda intentar que el problema no continúe como está de acá en adelante. Es decir, buscar que de una buena vez se tome por las astas al toro de nuestra educación pública.

En este sentido, pensamos que el Gobierno adoptó finalmente una buena decisión en este tema al nombrar a un ministro consciente de la gravedad del problema y de por dónde deben pasar los caminos de su solución.

Comoquiera, sin embargo, que todos estos caminos –incluyendo el esencial de la reforma meritocrática– pueden dar sus mejores frutos solo en el largo plazo, acá nos atrevemos a sugerir una propuesta concreta que podría ayudar significativamente a mejorar las cosas desde el comienzo mismo de su implementación. Que el Ministerio de Educación (Minedu) empodere a los usuarios del sistema público dándoles la posibilidad de, si así lo desean, matricularse en colegios privados previamente precalificados (con base en estándares de calidad) y consorciados con el Estado. De esta forma, cada colegio público o privado-consorciado recibiría los montos de las matrículas y pensiones del Minedu en directa proporción al número de alumnos que elija matricularse en ellos. Así, los colegios públicos ya no estarían frente a un público cautivo y sin opciones, y comenzarían más bien a tener incentivos muy concretos para esforzarse en dar el mejor servicio posible, considerando que sus presupuestos, en lugar de estar asegurados como ahora, dependerían directamente de la cantidad de alumnos que logren reclutar y mantener.

La implementación de un sistema como este no es ciencia china. De hecho, algo similar ya viene siendo aplicado en otro lugar de nuestro mismo Estado: los asegurados de Essalud pueden escoger atenderse, en lugar de en los hospitales de la misma Essalud, en los hospitales de la Solidaridad (que, como se sabe, son una alianza público-privada). Y el fondo de Essalud cubre la atención dada por los hospitales de la Solidaridad a cada uno de sus asegurados.

La reforma total de nuestra educación pública demorará, qué duda cabe. Pero lo menos que le debemos a los estudiantes del sistema es hacer todo lo posible para que se mueva con la mayor agilidad en el camino.

En este sentido, pues, convendría al Minedu tomar en cuenta aquello que saben muy bien los entrenadores hípicos: la manera más veloz de lograr que un caballo corra más es ponerle otro corriendo al lado.