Según daba cuenta un informe que publicamos en nuestra sección de Economía este miércoles, el viceministro de Transportes ha tenido la honestidad de admitir que no se ha avanzado nada en el plan de desarrollo de infraestructura multimodal, el mismo que está anunciado desde hace dos años. El informe decía que esto es grave para la enorme brecha de infraestructura que ostenta el país, “sobre todo en ferrocarriles”. Y tenía razón. Uno de los rubros en donde es más seria nuestra brecha de infraestructura de transportes es el de los ferrocarriles.

Cuando uno revisa lo que los trenes significan en términos de velocidad, costos, seguridad y aun de la huella ecológica del transporte en un país, resulta difícil entender por qué el Perú no está lleno de ellos y por qué, de hecho, se invierte tan poco en mejorar y optimizar la poca infraestructura ferroviaria que ya hay.

Resulta difícil, al menos, para quienes creemos que ahí donde hay libertad económica los recursos acaban siendo asignados a sus usos más eficientes –es decir, ahí donde podrán producir más y mejor, a menores costos–.

Y resulta particularmente difícil, en fin, cuando uno ve lo abrumadoras que son las cifras de costo-beneficio de las vías ferroviarias vis-a-vis las de su principal competidor, el transporte en carreteras.

Consideremos, por ejemplo, lo que cuesta construir las vías de un tren versus lo que cuesta una carretera, y lo que puede transportar –“producir”– cada uno. En lo que toca al terraplén –el pedazo de tierra que hay que preparar para construir la estructura de una vía férrea o de una carretera– el asunto resulta fácil, porque mientras las vías de un tren requieren solo de un ancho de 4,5 metros, las de una carretera promedio (de dos carriles) necesitan 15. Pero en lo que respecta a la estructura en sí –la vía asfaltada y la vía férrea– el tema es también claro: por ejemplo, construir cada kilómetro de carretera cuesta US$2,26 millones (si tomamos en cuenta la cifra de la última carretera licitada: la Costanera Quilca-Matarani), mientras que cada kilómetro de vía férrea (conforme cifras presentadas por los concesionarios y validadas por Ositrán) cuesta menos de la mitad: US$1 millón.

La comparación, por otro lado, se hace todavía más dramática cuando se considera el mantenimiento. Una carretera debe ser reasfaltada cada siete años (conforme al IPE), mientras que a un tren hay que cambiarle los rieles cada 150 años en promedio, según la Asociación Americana de Ingeniería y Mantenimiento de Ferrocarriles.

No hay pues competencia posible entre tren y carreteras en materia de costos. ¿La hay en cuanto a lo que pueden mover? Tampoco. Una vía férrea puede transportar anualmente diez veces más personas y carga que una carretera promedio de dos carriles.

Y todo eso para no hablar de la seguridad: sobre la base de los accidentes que se producen anualmente en ambos sistemas, el gobierno francés calcula que una vía férrea es 60 veces más segura que una asfaltada. O de la ecología: baste recordar que el asfalto es un químico no biodegradable con el que se rocían largas extensiones de tierra .

¿Quiere esto decir que solo debería haber trenes y no vías asfaltadas? En absoluto. Los trenes no tienen la flexibilidad de las vías asfaltadas 
–no pueden llevar a cada uno a su destino individual–. Los trenes son las arterias; los caminos, las venas. Un buen sistema de transporte debe tener las dos, integradas y cada una en su rol. Y el rol de los trenes es el del transporte en los grandes corredores –los que tienen los mayores tráficos de personas y bienes–, donde son contundentemente más eficientes. No en vano es una prioridad tan grande el metro de Lima.

Y así volvemos al misterio inicial. ¿Si en los grandes corredores los trenes pueden transportar muchas más personas y mercancías de mejor manera y a menor costo, no representan una oportunidad de negocio para quitarle clientes a la carretera? ¿Por qué entonces no tenemos más inversión en trenes? ¿Por qué no se construyen nuevas vías ferroviarias por doquier y por qué no se renuevan las existentes? ¿Por qué, por ejemplo, el tren de Cusco a Puno no toma ya las tres horas que podría? ¿Por qué el ferrocarril central sigue teniendo el mismo trazo que se le dio en el siglo XIX, en lugar de un túnel trasandino que podría poner a Huancayo a tres horas y media de Lima?

Preguntas sin respuesta. Hasta que uno se entera de que el negocio del transporte por carretera en el Perú viene consistentemente subsidiado por el Estado, además de favorecido tributariamente frente al del transporte ferroviario. Con lo que cualquiera que quiera invertir en trenes –sea para construir nuevos o mejorar los existentes– sabe que tendrá que enfrentar una competencia que es cargada por los hombros del consumidor. Y misterio disipado.

Aunque, desde luego, esta disipación deja a su vez una nueva incógnita, ¿por qué el Estado haría una cosa así? ¿Por qué gastar para fomentar la vía más costosa frente a la más barata para pérdida de la productividad nacional, del consumidor y, ciertamente, de la movilidad y la integración social?